“Nada volvió a ser igual desde que el cielo dejó de ser blanco y la sangre negra”, reza uno de los epígrafes que abren el libro. Atribuido apócrifamente a la leyenda del cine mudo Theda Bara, protagonista de Cleopatra (1917) -filme que se considera perdido-, es la referencia con la que el autor nos lleva directamente a su terreno, un universo en el que las libertades están recortadas, hay un solo diario, los individuos viven en el más gris anonimato y rutina, y los actores y actrices solo pueden protagonizar una película, para luego ser asesinados por decreto. Los secundarios deben desaparecer y dedicarse a otras tareas para nunca más acercarse a un estudio de filmación, bajo la misma amenaza. De este modo, el régimen gobernante se aseguraba que ninguna estrella de cine pudiera opacar al Padrecito, una especie de Gran Hermano que es amo y señor de aquel mundo. Sin embargo, la semilla de la revolución crecerá cuando un crítico –que es, a la vez, un censor- se percate de que una sola persona, un actor que sucumbió a la pasión por su vocación, se las arregló para aparecer en varias películas y huir de su destino mortal. Esta es la historia de Cleo (Ediciones Laertes, 2022), la distopía concebida por Hernán Migoya, el escritor que desde hace unos 15 años prefiere Lima que Barcelona.
En el contexto de la pandemia, sin embargo, y tras estar involucrado en interesantes proyectos de comic, como una nueva entrega de Carvalho –”Los mares del sur”-, con guion suyo y dibujos de Bartolomé Seguí, tuvo que volver a España para encargarse del cuidado de sus padres. Él, con Alzheimer; ella, con cáncer. La dura realidad que vivía diariamente en casa se enfrentó a la que vivió el mundo con la pandemia del coronavirus, lo que lo llevó a una etapa de introspección y búsqueda del camino familiar que se convirtió en la novela autobiográfica “Baricentro”, la primera con la que, según el autor, público y críticos lo trataron amigablemente. Y es que, a casi 20 años de la publicación y el revuelo mediático de “Todas putas”, libro que le valió todo tipo de calificativos –como que su libro hacía “apología de la violación” solo porque un cuento suyo, “El violador”, estaba narrado en primera persona-, Migoya (Ponferrada, Cataluña, 1971) parece ya curtido en las lides del apanado mediático, hoy llamado también “cancelación”. Sin embargo, se siente mucho más libre y tranquilo en nuestro país que en el suyo. “Volví a instalarme en el Perú porque aquí nunca sé qué va a pasar mañana”, nos dice, mirando a los ojos al vaso de cerveza que le responde la mirada, cómplice, desde la mesa. Y así empieza a fluir esta conversación sobre libertad creativa, censura, hipocresía política, dolor personal o el poder curativo de la literatura.
—¿Cómo se te ocurre construir un personaje como Cleo? Intuyo que, en mucho, es consecuencia de tu cinefilia…
Sí, es cierto. Cuando escribes algo que realmente sientes intentas que crezca, que vaya madurando dentro de ti. Es como gestar un hijo. Entonces, en este caso, lo primero que te viene a la cabeza, al espíritu, son imágenes que te obsesionan, imágenes en blanco y negro, como la de los paracaidistas o la propia Cleopatra en ciertos momentos de la historia. El personaje lo basé físicamente en Anne Heche, una actriz que era mi favorita en los 90 y que siempre me ha obsesionado mucho. Es la suya una fisonomía y una actitud que siempre recreo cuando estoy leyendo novelas y cuando estoy escribiendo. Además, la encuentro muy andrógina, y eso me servía mucho para el personaje.
—¿Cómo empiezas a darle forma a la trama?
Un poco por el tipo de cultura que yo hago, un poco por el lado de la cultura subvencionada, me di cuenta de que me estimuló la imaginación y un poco también el miedo. Claro, el tipo de ficción que yo cultivo es uno que nunca se va a subvencionar. Entonces, de repente ver que las subvenciones en España están llegando al mundo del comic, que se están formando argollas con carnet político en un proteccionismo del Estado hacia la cultura, pero solo hacia la cultura que le interesa -que, obviamente, no es la mía-, me confirma mi obsesión porque la cultura tenga que ser libre de cualquier poder. Yo no creo en ningún poder, en el estatal tampoco. Sí creo en unos mínimos que aquí en el Perú no se cumplen. Creo en la educación y en la sanidad, pero no en la intromisión continua del estado en la vida de los ciudadanos, menos en la cultura. Creo que se puede invertir en la difusión de cultura, pero no en la creación de cultura.
—Por eso en tu novela hay un Estado que decide la vida y el consumo cultural de las personas…
Claro, porque creo que vamos hacia eso. Todo empieza a ser dinero público, todo. En vez de haber una necesidad de cultura, un consumo de cultura porque hay demanda, se empiezan a ver una especie de promociones culturales que en realidad no son demandadas por el público, pero cubren expedientes donde dirán que el estado se ocupa de la cultura. Entonces, empiezan a haber un montón de cuervos viviendo de eso. A mí me da miedo ese mundo de cuervos, que son siempre intermediarios, nunca creadores, y siempre anteponen la cultura que el estado o el poder verán con buenos ojos.
—¿Porque son intermediarios “a la carta”?
Porque es cultura “buenista”, donde siempre hay unas víctimas claras, unos malos claros, una cultura que no revuelve por dentro, sino que, básicamente, confirma estatus. Entonces, de ahí surgió Cleo, de la fascinación que tengo por escribir e inventar historias. Yo hago ficción, y lo único que leo y veo es ficción: no veo documentales, no veo las noticias, no me interesa la realidad. Entonces, me obsesiona la ficción. Y una de las cosas que me fascina, después del problema que tuve con “Todas putas”, es cómo ofende todavía la mera representación, aunque sepas que es ficción. Cómo a mí me acusaron de un montón de cosas solo por representar.
—Cleo es tu homenaje al cine…
Sí, Cleo es mi homenaje al cine, que por más de 50 años ha ocupado gran parte de mi vida. Me obsesiona cómo somos capaces de entrar en las historias proyectadas del cine y vivirlas como si fueran historias reales. No solo eso, sino creer, volver a pensar, que las personas que las están representando y que hemos visto 20 veces en otras historias son personas originales y únicas. ¿Qué resorte en la cabeza nos hace salir y volver a entrar en otra historia 20 veces con los mismos actores? Nadie lo ha racionalizado, es algo instintivo.
—Por ejemplo, en Julio César, uno ve a Marlon Brando siendo Marco Antonio, entonces quiere ver a Marco Antonio, sí, pero con la cara de Marlon Brando…
Claro. Efectivamente. Y luego lo ve haciendo otro papel y se cree ese papel. No dice “Yo no puedo dejar de ver a Marlon Brando”, si no que entra en la historia, con cualquier acto. Y eso me fascina. Entonces, pensé qué pasaría si alguien, un dictador, se diera cuenta y decidiera que es perjudicial para su sistema. Y pensara y razonara que es mucho más beneficioso controlar toda la ficción del cine, todo el cine de ficción, y hacer que cada actor sea solo un personaje para que, de esta manera, la gente crea todavía más que es una realidad mítica. Así arma este sistema por el que cada actor o actriz solo puede interpretar un papel y luego se le mata. Me pareció divertido, porque es condenar a un personaje no solo a muerte, sino a ser solo un personaje en toda su vida. Me parece muy interesante. Después de “Baricentro” yo estaba saturado de realidad, de bucear en mi infancia, entonces necesitaba volar con mi imaginación. De ese concepto del actor que solo puede interpretar un personaje toda su vida y de mi necesidad de recrear imágenes cinematográficas que sobrevolaban en mi cabeza, surgió todo. Y creo que es uno de los libros más estimulantes visual e imaginativamente que he escrito. La cultura es algo que tiene que revolver por dentro, que tiene que hacerte cuestionar, no darte palmaditas: yo intento revolver al lector en mi obra. No son novelas hechas para reafirmar lo maravillosos que somos todos, sino para excitar un poquito el sentido de la autocrítica también.
—Es curioso el personaje del censor, porque a la vez es un crítico. Por un lado, aprecia la belleza del arte, pero por el otro lo castra. ¿Cómo combinar esa paradoja en una sola persona?
Sí, quería un crítico que fuera censor a la vez porque, cuando los críticos se van por el lado del negativismo, de alguna manera censuran también, te están quitando la posibilidad de descubrir cosas. Pero también estoy muy contento con ese personaje, porque he conseguido escribir o crear a un crítico que es humano y que es simpático (risas), y eso significa que yo no estoy tan amargado. Yo he sido crítico cinematográfico, entonces entiendo bien ese punto de vista. Si de algo doy gracias es a la posibilidad de ser creativo en la ficción, porque yo me hubiera amargado mucho, muchísimo, más de lo que soy, si me hubiera quedado haciendo critica.
—Cleo es un personaje trans. ¿Fue concebida así desde el principio o fue surgiendo para mantener la ambigüedad de su presencia en la historia?
Fue surgiendo. Sabía que tenía que ser un personaje ambiguo, pero no tenía claro el sexo. Entonces, me di cuenta de que así me era mucho más cómodo, porque el personaje tiene siempre una maleabilidad sexual, puede ser lo que él o lo que ella quiera. Al final tenía que ser trans, ni por moda ni por sumarme a ningún carro ni nada. De hecho, el libro va de muchas cosas, no va de eso, esa es solo una caracterización del personaje ambiguo. Yo veía a Anne Heche en mi cabeza en esas imágenes de los 90. Disfruto como un niño recreando escenas de posibles películas. Entonces, los capítulos que más he disfrutado escribiendo son aquellos en los que puedo ser libremente abstracto sin necesidad de atarme a ningún corsé argumental muy fuerte. Me llevo solo por las imágenes surrealistas que tengo en la cabeza, por la acumulación de miles y miles de películas que he visto en toda mi vida. El título inicial del libro era “El cielo blanco y la sangre negra”. Me refería al cine en blanco y negro en el que cielo y sangre se veían así. Pero una amiga, Carla Berrocal, hizo una ilustración de portada que me gustó tanto y entendió tan bien el espíritu del libro, haciendo un close up de distintas caras de Cleo, que opté por cambiarlo, aunque ya iba camino a la imprenta. Es la primera vez que cambio un título porque me gustó la ilustración de portada.
—Ahora, qué cierre brutal al círculo creativo de esta novela que, al final, cuando ya estás presentándolo, muera Anne Heche…
Bueno, a mí me ha jodido mucho. Me da rabia que todos mis héroes mueran a los 50, máximo. Freddie Mercury tenía 45, George Michael 53 y Anne, la misma edad. Yo valoraba muchísimo a esta actriz con cierta locura, en todos los sentidos y que a mí me gustaba, porque me sentía muy identificado con la mía propia. Con esa especie de joie de vivre que ella transmitía, como Mercury: “Mi mierda me la como yo y no jodo a nadie y demuestro que lo estoy pasando bien”. Entonces, cuando vi que estaba en coma, pensaba que iba a salir. Seguí durante varios días las noticias.
—Has contado lo que experimentaste durante la pandemia. Tras escribir “Baricentro” (Reservoir Books, 2020) y plasmar ahí tus experiencias personales y familiares ante una realidad dolorosa, ¿Qué tan terapéutico ha sido escribir Cleo para sanar las heridas que habías expuesto allí?
Ha sido una especie de mundo que crean las personas con problemas, como yo, para no enfrentar la vida real. Como estos que se inventan un amigo imaginario y hablan con El Invisible Harvey, pues yo me inventé el mundo de Cleo para no tener que lidiar con la realidad de mis padres enfermos y la pandemia y un montón de cosas que me agobiaban. El tener 50 años y no tener un trabajo serio en la vida y más. Entonces, en ese universo serio, yo me metía de cabeza ahí. He estado mucho tiempo puliendo esa novela. Aunque odio el termino poético, creo que me ha salido una novela muy poética. He pulido el lenguaje hasta el punto que, para mí, es como esos juegos de palillos que, si quitas uno, todo se cae. Mi idea con este libro es que, si tú quitas una palabra, se caiga todo. Se sustenta todo entre sí. Y en cuanto a tu pregunta, sí, Cleo ha sido mi “oxigeno” para no volverme loco frente al Alzheimer, frente al cáncer y frente a la pandemia.
—“Cleo” ha sido tu “oxígeno”, pero “Baricentro” es el libro donde cuentas cómo lidian tus padres con sus enfermedades. ¿Qué significó para ti?
Si, fue una manera de lidiar con toda la cuestión de mis padres. Pero me avasalló, me dejó agotado. Baricentro ha significado para mí, sobre todo, encontrarme con un público amable por primera vez en mi vida. Fue la primera vez que el público me entendió y no me insultó y no me despreció y no me marginó. Entonces, fue la primera vez que los medios y público me tendieron la mano. Encontré eso y fue bonito. Para mí, era sorprendente que no me insultara un crítico, así que eso lo he valorado mucho. Pero, al mismo tiempo, fue una manera de lidiar con sus enfermedades, porque era un ejercicio de reconstrucción de quien eres, de la historia familiar. Luego, saliendo de ahí, quedé tan desquiciado que tuve que refugiarme otra vez en la ficción pura, que fue Cleo. Tuve que refugiarme porque no podía más lidiar con las realidades que viven todas las familias que se enfrentan a esto, las pequeñas miserias de la higiene de tu padre, de la ducha, del darte cuenta de que te mira y te escruta y no sabe bien quién eres. Son pequeñas derrotas. Lo que más me jode de la vida es que yo siempre he sido punk y, cuanto mayor me hago, más me arrepiento de no haber sido más punk todavía.
—¿Cómo es eso? ¿En qué sentido?
Nihilista. En el sentido de que la vida es como una especie de recordatorio constante de que no se puede construir nada y eso da mucha rabia. Da mucha rabia que la vida no te contradiga y te diga “Sí, hay esperanza de construir algo”. No, todo se destruye. Mi madre se ha vuelto una punk. Me ha dicho: “Nunca tengas hijos. Disfruta el presente, porque la vida es una mierda”. Es muy duro eso.
—Lo entiendo. Porque, además, no era solo tu circunstancia personal, sino que estábamos en el momento más duro de la pandemia…
Si, mucha gente ha sufrido pérdidas dolorosas. Ha sido la guerra de nuestra generación. Mucha gente ha muerto. Y lo que jode también es que, en lugar de proporcionarnos mayor humildad y sentido de agradecimiento al presente por seguir vivos, ha vuelto más locos a los países, todos los países se han vuelto locos, cada uno a su manera, siguiendo su talante, su tradición política y social, pero todos los países se han radicalizado. Es increíble. Lo que demuestra que hay gente que no ha soportado sicológicamente esto. Y que su intolerancia sicológica la ha derivado a un radicalismo político de fanático que es terrible, es lamentable. En vez de hacernos más comprensivos, nos ha hecho más intolerantes. Se ve en Estados Unidos, aquí, en España, en todos lados.
—Entonces, ¿Por qué volver al Perú? ¿Qué es lo que te hace dejar tu casa allá y reinstalarte aquí?
Lo mismo de siempre. Digamos que, si yo me quedo en Barcelona, en España, sé perfectamente cómo va a ser cada día de mi vida y sé perfectamente cómo voy a acabar. Sé que dentro de 20 años mi vida va a ser exactamente igual que la actual. Y eso me llena de hastío y me quita cualquier gana de vivir. Estoy muerto en vida allí, con esa rutina. Sin embargo, cuando vengo aquí nunca sé qué va a pasar y eso me hace sentir vivo. Después, también, por ser un país que vive al día, donde la gente vive al día, improvisa. Está llena de vida la gente aquí y tiene sentido del humor todavía. En Europa la gente ya no tiene sentido del humor. Lo han matado.
—Esta respuesta tuya me lleva a “Todas Putas” y a los 20 años que está por cumplir el 2023. ¿Crees que el escenario se ha transformado desde entonces para bien o para mal? Imagina publicar “Todas putas” en la coyuntura actual…
No, no podría salir. Pero también te digo que yo no soy apocalíptico en ese sentido. A mí me lincharon mediáticamente hace 19 años, pero entonces no era una situación tan diferente a la de hoy. Esto hubiera pasado en cualquier época. Hipócritas en los medios de comunicación siempre hay. Y colegas escritores traidores, siempre los va a haber. Al final sucede por intereses. Y todas estas cuestiones son cínicas, no hay detrás una indignación real. Entonces esto va a pasar en cualquier época. Ahora ha tomado forma, como los estadounidenses a todo le dan nombre y nosotros los imitamos como vasallos, le llamamos “cultura de la cancelación” y bla bla bla. Al final es censura y censura ha existido toda la vida. Cuando estaba Franco censuraba; en democracia, también. Claro que, de otra manera no tan salvaje, porque hay más libertad, pero por miedo al qué dirán se censura y se autocensura y siempre va a existir eso. Yo no me autocensuro, no tengo problemas para escribir ficción. En mi obra nunca me censuro.
—Por esa misma razón es que estás dispuesto a lanzar una reedición de “Todas putas” el próximo año. ¿Esperas que empiecen a caerte los ataques y los epítetos de nuevo?
Es mi franquicia. Y lo que quiero que caigan son millones (risas). A mí lo demás me da igual. Esa ficción la he creado yo y es 100 x 100 Migoya. Nadie me coaccionó para escribir eso. Nació de mí y es mi hijo. Es lo que mejor me representa, es el legado que yo he querido dar a la humanidad. Entonces, ya ustedes lidien con ello y déjenme en paz. (risas)
—Me considero progresista y, por eso mismo, me sorprende cuando veo gente que se dice serlo, pero busca censurar el arte incluso más que los conservadores. Por lo que has contado sobre “Todas putas”, te pasó algo similar…
Ah, es todo un círculo vicioso en el que progresistas y retrógrados o reaccionarios tienen un juego organizado en el que yo creo que se merecen los unos a los otros. Yo intento salirme todo el rato de ese juego. Lo que dices ahora, lo he dicho yo desde antes que aparezca la “cultura de la cancelación”: a mí me han puesto más problemas los progresistas que la derecha a nivel de libertad de creación. Lo he dicho hace 30 años, pero el problema es que, cuando dices eso, te salen unos fachos a intentar apropiarse de tu opinión para hacer el mal. Hay que tener siempre cuidado con eso y ser siempre independiente. Porque, de repente, tú dices algo así y se utiliza de otro modo. Me ha pasado con una entrevista reciente en la que el periodista español se entusiasmó con eso de que “ahora la censura la ejercen los progres” y una de sus preguntas fue “¿Entonces con Franco había más libertad?” Es horroroso, porque quien se está definiendo en esa pregunta es él. ¿Cómo pueden preguntar algo tan estúpido como eso? Obviamente, con una dictadura no puede haber más libertad que en una democracia.
—Hemos hablado de las experiencias personales, de la censura, de la libertad, de lo terapéutico de la literatura. ¿Por qué escribe Hernán Migoya y por qué va a seguir escribiendo?
Porque creo que es mi única razón para vivir. Además, escribo como gato panza arriba, cada vez más acorralado, cada vez más solo, cada vez más aislado, cada vez más viejo. Digamos que escribir es mi flotador de la vida, mi recurso para seguir vivo. O a lo mejor es mi horca, no lo sé muy bien. Pero es lo único que sé hacer y es lo único que quiero hacer. Es lo único que me mantiene vivo.
Día: jueves 1 de setiembre
Hora: 8.00 p.m.
Lugar: Librería Book Vivant
Dirección: Miguel Dasso 111, San Isidro