The Billy Boys
The Billy Boys
Juan Carlos Fangacio

La foto es la de un veraneante improbable. Desplegando una enorme sonrisa, con ropa de baño y pose relajada sobre la arena, está Franz Kafka: el insecto encerrado en su habitación, el escritor que soñaba con vivir dentro de una caverna. Acaso el literato menos playero que uno pueda imaginar.

La contradicción sirve para pensar, en pleno verano, sobre la relación entre la literatura y la playa. Pensemos, primero, en esa antigua costumbre de entregarse al placer de la lectura frente al mar: un buen libro puede disfrutarse mucho mejor con el rumor de las olas detrás y con una ligera brisa que mengüe el calor más ardiente.

Pero pensemos, sobre todo, en el arte de la escritura marina. Los ejemplos han sido muchos y variados. Herman Melville escribió su titánica y absolutamente genial “Moby Dick” (1851) inspirado en sus viajes oceánicos. Pero quienes se hayan atrevido a sumergirse en la obra entenderán que no se trata únicamente de la épica cacería de una gran ballena. “Moby Dick” es también un relato de resonancias místicas, introspectivas y alegóricas. El desafío principal de Ishmael y Ahab está en su océano interior.

En “El viejo y el mar” (1952), Ernest Hemigway combinó también la aventura y la gran gesta con cuestionesprofundamentehumanas: el mar, como territorio amenazante y desconocido, interpela a sus invasores.

¿Y qué ocurre cuando todo lo que nos rodea es mar? La temática de la isla también es recurrente en la literatura. La usó con brillantez Daniel Defoe en “Robinson Crusoe” (1719), sobre las peripecias de un náufrago perdido en un pedazo de tierra en medio del Atlántico. Y también Robert Louis Stevenson con “La isla del tesoro” (1883), novela de aventuras por antonomasia que tampoco prescinde de los dilemas morales de sus protagonistas.

Vale detenerse en Stevenson y en su fijación por las playas. El escocés fue, desde muy niño, un tipo terriblemente enfermizo, que junto a su familia, y luego por su cuenta, vivió en constante búsqueda del mejor clima para combatir la bronquitis, hemorragias y demás afecciones. Las playas fueron su remanso y murió en la isla de Samoa, donde está enterrado hasta la fecha.

Más contemporáneo, Roberto Bolaño fue un escritor que vivió por años en Blanes, zona costera de Cataluña. Era lógico, que directa o indirectamente, siempre tendiera a conducirnos a las playas. La emblemática imagen de portada de su novela “Los detectives salvajes” (1998) es una pintura del escocés Jack Vettriano titulada “The Billy Boys”. En ella aparecen, según explicación del propio artista, cuatro forajidos caminando por la orilla del mar. No lucen vestimentas propias de una playa: traje, corbata y sombreros negros los hacen ver como figuras de otra dimensión.

En el año 2000, tres años antes de su muerte, Bolaño escribió un extraño cuento, “Playa”, en el que se habla de un adicto a la heroína que vuelve a su pueblo –a su pueblo con mar– para iniciar una recuperación que es interrumpida por la presencia de personajes inesperados (una pareja de ancianos, unas prostitutas rusas, entre otros). Su contemplación de esos seres irreverentes finalmente da un giro cuando el protagonista (¿Bolaño mismo?) se da cuenta de que el tipo más raro en esa playa es él.

EL MAR PERUANO
Al Perú y su extenso litoral no le ha faltado literatura playera. Ejemplos hay muchos. Memorable es el cuento “Día domingo”, de Mario Vargas Llosa, en el que dos jovencitos miraflorinos se lanzan a una imprudente competencia de nado en el mar de la Costa Verde por el amor de una muchacha.

También Julio Ramón Ribeyro puso como telón de fondo la playa y el mar, en este caso el de Magdalena, en su formidable “Al pie del acantilado”, un entrañable cuento familiar. Y qué decir de “Ese puerto existe” (1959), el poemario con el que se dio a conocer la incomparable Blanca Varela, con versos inspirados en el balneario de Puerto Supe, donde pasó mucho tiempo junto a figuras como José María Arguedas y Fernando de Szyszlo.

Pero quizá sea Carlos Calderón Fajardo el escritor peruano que mejor haya convivido con el mar. Aunque nacido en la altura de Juliaca, Calderón cruzó los Andes para encontrar en el Océano Pacífico una fuente de inspiración que se redondeó perfectamente en su libro de relatos “Playas” (2010), una lección maestra de cómo mirar las olas y entenderlas. El libro, dividido en dos partes, ofrece en su primera mitad un conjunto de cuentos de una elegancia fascinante. En “Playa Ballena”, por ejemplo, nos conduce hacia la costa de Tumbes donde, cuenta la leyenda, varó el cadáver de la gigantesca ballena albina que inspiró “Moby Dick”. Y en el bellísimo “Punta Negra”, un protagonista que parece construido de retazos autobiográficos de Calderón Fajardo, recuerda las palabras de Hortensia, su esposa: “En tu vida no has hecho otra cosas que mirar el mar y leer”.

La segunda mitad de “Playas” reúne otro grupo de textos diferentes: en apariencia híbridos entre el cuento y la semblanza, estos relatos se leen como añoranzas de diversos personajes y sus playas, de las relaciones íntimas y particulares que entre ellos establece el mar. Por esas orillas, Calderón hace pasear a Montaigne y a Pavese, a Mario Levrero y J. G. Ballard. Una fauna marina que invita a bucear junto a ella.

Es difícil explicar el deslumbramiento que generan las playas, sobre todo combinado con el influjo del verano, hasta convertirse en un asunto literario. Pero quizá sea justamente su misterio la clave de tal fascinación. Después de todo, poner la atención en un libro es un gesto parecido al de contemplar la inmensidad de las aguas: la literatura, al hablarnos de otros, nos habla de nosotros mismos; y si la Tierra es redonda, como dicen, la mirada al horizonte debería terminar en nuestra propia nuca.

No se equivocó el poeta Martín Adán –como buen barranquino, otro hombre de litoral– cuando dijo con sorprendente claridad: “Si quieres saber de mi vida, vete a mirar al mar”.

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