La pregunta que sacude al planeta literario durante estos días –previos al largo y ardiente verano– es, indudablemente, la formulada en tierras sureñas acerca de si existe o no la literatura peruana. La solvencia de quien la enunciara –un escritor respetado y prestigioso– no puede ser objetada, y tampoco las buenas condiciones para la creación de los interpelados durante aquella jornada bajo el volcán. Pero es evidente que una incógnita tan abierta entraña un visible riesgo: la gran dificultad de contestar evadiendo las generalidades. Por otro lado, la tendencia de los jóvenes valores a ‘incomodarse’ cuando se alude a ese canon que pesa sobre ellos implica un tema a la espera del debate en espacios menos expuestos.
Fernando Ampuero (Lima, 1949) señala una pauta en sentido contrario, al anunciar, sin gesticulaciones, con la propia obra, que él sí pertenece a una corriente estética: el realismo de la segunda mitad del siglo XX. Se ha desplazado en este andarivel con incuestionables logros, especialmente en lo que atañe al cuento, terreno donde piezas como “Bicho raro” o “Malos modales” certifican una consistente fibra para el género. O con novelas adscritas al policial ‘negro’, como “Caramelo verde”. Ahora, con “Sucedió entre dos párpados”, Ampuero ratifica sus facultades, que ya ha cristalizado también en el ámbito de la crónica. En este reciente libro, quizás el más personal e intenso de toda su carrera, el autor suministra a esa identidad narrativa otros componentes y materiales, como el reconocimiento del mundo andino a través de la mirada del protagonista, Gustavo, un joven miraflorino de veinte años que está iniciando su propio recorrido vital –y artístico– en 1970.
El marco de época se diseña con trazos dosificados y funcionales. Nos encontramos en los primeros años de la dictadura de Velasco Alvarado, en el cierre preciso de la llamada “década prodigiosa”: exploración de la sexualidad libre, las drogas, el existencialismo y el anhelo de cambios urgentes, opuestos a valores de una burguesía anclada en el pasado. El devastador terremoto de aquel año deviene correlato simbólico de la extinción del orden imperante. Y será el suceso que impulse a Gustavo a salir de aquella ‘burbuja de clase’, luego de verse sorprendido por el movimiento sísmico en su dormitorio, al lado de una hermosa muchacha uruguaya.
Junto a condiscípulos universitarios, Gustavo acude como voluntario al Callejón de Huaylas; en ese ascenso a lugares arrasados se desencadenará el quiebre de todas sus certezas. En paralelo, la voz narrativa presenta a una serie de personajes y situaciones establecidos por el imaginario colectivo; son duros recuerdos de la tragedia que se llevaría a más de cincuenta mil personas. Emerge la martirizada Yungay, de la que apenas quedaron el cementerio –en la zona alta de la población–, y las solitarias palmeras de la plaza cuyas bases fueron cubiertas por el lodo y las rocas. Un niño, Leonardo, sobreviviente por haber asistido esa tarde al circo, pierde el habla por el trauma, y solo es capaz de escribir en folios, solicitados por un militar, su versión de los acontecimientos. Por él inferiremos el destino de un payaso mitificado, quien logró rescatar a varios de los infantes y después fue arrastrado por el aluvión. En otro nivel destacan los dos muchachos sepultados; su extraño y patético diálogo sirve de muro de contención a la terrible angustia.
Así, el texto deriva poco a poco hacia la reflexión sobre la escritura, su naturaleza y límites para representar la realidad, como lo asumirá el propio Gustavo décadas más tarde, al hallar, en la casa de su juventud, varios apuntes que buscaron consignar alguna vez la pérdida de la inocencia.