Pulso, ritmo, armonía e imagen. Si acompañado con una sinfónica, mejor. Entonces la textura musical, la asombrosa capacidad de multiplicarse en los vestuarios, flotar en el escenario: todo eso lo vivió de niño y todo eso terminó por enamorarlo. El nervioso preámbulo tras bambalinas, la tensión de la tercera llamada, el impactante chorro de luz que baña al ejecutante frente a la audiencia. Lo vio en primera fila cuando sus padres, Jorge Francisco y María, actuaban en su propia compañía de teatro sacro y comedia.
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Lo experimentaría en carne propia cuando se matriculó en el Ballet Nacional antes de ponerse a las órdenes de Kaye Mackinnon, que dirigía el Ballet Peruano. Si ya era un infante fascinado por la elástica corporal, decidió ser el aprendiz más aprovechado: fue becado a la Asociación Choreartium. “Iba por las mañanas al colegio, luego salía volando a las clases con el Ballet Peruano y de ahí corría a tomar la línea 59 para llegar a las 6:30 a Jesús María, con Lucy (Telge)”, le contó el 2016 a este Diario.
Alto vuelo
Rotando entre el Ballet Moderno de Cámara que dirigía Hilda Riveros, y el elenco del Ballet Nacional del Perú a cargo de Vera Stastny, a los 17 años ya era un respetable coreógrafo. Cruzó el charco hasta el Ballet du Nord de Roubaix, Francia, donde encontró que los tempos extremos, la rigidez técnica y la imperiosa necesidad de narrar una historia podían tener mayores rangos de movimiento. Tomar distancia con los clásicos fue la primera ruptura estética en la carrera del peruano.
Será en Nueva York y, especialmente, como bailarín del Ballet Clásico de Oklahoma (1983), cuando su carrera reciba un segundo aire: conoció a Edward Villela (Nueva York, 1936), considerado ‘el más celebrado bailarín estadounidense’. Alumno y discípulo fundaron, entonces, el Miami City Ballet (1985) donde Gamonet fue ballet master residente durante década y media. Y empezaría a cosechar sus primeros lauros internacionales --el Premio Bill Hindman 2000 del Círculo de Críticos de Florida, el Premio del Consejo de la Herencia Hispana, etcétera-- y numerosas becas de excelencia --del National Endowment for the Arts, por ejemplo--. También fue asesor del National Endowment for the Arts. Hasta que el 2004 fundó su propia compañía, el Ballet Gamonet.
Su impronta en nuestra danza ocurriría desde el 2015: es nombrado Director Artístico del Ballet Nacional e inicia un estilo diferente. Sus coreografías abstractas, minimalistas e intimistas empatan con la sensibilidad contemporánea. Extendió el neoclásico para trascenderlo. Ahí quedan sus “Recitaciones”, “El Jardín del Fauno”, “Nous Sommes”, “The Big Band Supermegatroid”, “Purple Bend”, “Sinfonías en D” y “Sueño de una noche de verano”. Los pasajes cáusticos de los tangos de Piazzolla, que reinterpretó. Un arte cuyo magnetismo bebió de lo austero y atrapó la belleza en pleno vuelo.
Karin Elmore – Bailarina
“Jimmy Gamonet ha tenido una carrera impecable, siempre coherente y de altísimo nivel. Es una suerte que el Ballet Nacional haya contado con él. Se nota su trabajo en los cuerpos hermosos y disciplinados de los bailarines”.
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