La obra dramatúrgica de Mariana de Althaus se puede dividir en dos etapas. Durante su período adolescente, la autora se preocupó por retratar las preguntas existenciales y las tragedias de los jóvenes limeños de principios de este siglo, y abordar temas como el suicidio. "Ruido" y "El lenguaje de las sirenas" son buenos ejemplos.
La segunda –que actualmente se encuentra desarrollando– gira en torno a la maternidad y la crianza. Con ficciones como "La mujer espada" y "Entonces Alicia cayó", Althaus empezó a introducirse en el tema. No fue sino hasta el 2011 y gracias a que vio la obra “Mi vida después”, de la argentina Lola Arias, que la autora supo que el teatro testimonial era su camino. Pronto montó "Criadero" y "Padre nuestro" –que acaban de ser recogidas por Alfaguara en el libro "Todos los hijos"–, obras con las que empezó a explorar un estilo novedoso para la escena local, pero que empieza a encontrar más adeptos.
—¿Por qué optaste por el teatro testimonial?
Por un lado se trató de un desafío creativo. Era una nueva forma de hacer no ficción, que desde el teatro es más brutal que desde la literatura porque exige que las actrices o los performers estén en el escenario y enfrenten al público en vivo con historias verdaderas. También se trató de algo político, porque temas como la crianza y la maternidad estaban en la zona de autoayuda de las librerías. Mi propósito era ponerlos en la mesa de debate, tratarlos como un tema serio y no como un problema solo de mujeres o de mamás.
—¿Cómo evitaron que "Criadero" se convierta en un manual de autoayuda?
Hilamos fino y tuvimos mucho cuidado. Yo tenía clarísimo que hacia allí no queríamos ir porque nosotras no éramos ejemplo de nada. Todo fue motivado por preguntas más que por certezas, y creo que desde el momento en el que uno parte de interrogantes, es difícil que consiga desarrollar algo que ayude a los demás.
—¿Aun cuando en la escenificación se encuentren las respuestas?
Es que allí solo vas a encontrar elementos para que tú, como público, indagues en tus propias respuestas. Eso es lo que pasó con la obra: no propuso respuestas, sino rutas de indagación. Cuando terminaban las funciones, la gente nos decía: "Yo también tengo una historia así", o sea, les abría la caja de los recuerdos y ese era el primer paso para que hicieran un trabajo de introspección.
—En el prólogo del libro apuntas que, al contar los secretos familiares, este tipo de obras generan, como mínimo, temblores con los más cercanos. ¿Recuerdas alguna anécdota?
Más de uno tuvo que enfrentar a sus papás y quizás empezar conversaciones que nunca habían tenido en sus vidas. También pasó que una relación se hizo más difícil porque se contaron cosas que los papás no pudieron soportar, pero eso sucedió solo en un caso y tampoco fue definitivo. Creo que, si tengo que generalizar, estas obras produjeron buenos resultados y una evolución en las relaciones de los actores y sus padres y madres.
—¿Aun cuando hay cosas que jamás se deben decir?
Desde el principio tuvimos mucho cuidado en cómo contarlas. No queríamos que esto fuese un mecanismo de venganza ni tampoco que hirieran gratuitamente. Si se iba a contar algo duro o incómodo, lo evaluábamos, lo pensábamos bien y buscábamos la mejor manera de hacerlo para que no se sintiera como una afrenta, sino como una invitación a conversar. Todos los que estuvieron en ambos proyectos llegaron con ganas de entender y, quizás, de perdonar. Eso se notó en la obra y por eso no hubo problemas, pero sí pequeños temblores.
—¿Es muy común que la gente se retire de los proyectos?
A mí me pasó en estas dos obras, pero en la tercera, "Pájaros en llamas", no. Incluso, una vez yo renuncié a "Criadero", pero me convencieron rápidamente de regresar.
—Eso no está en el libro.
Es que recién he recordado esa pequeña vergüenza. Bien viva yo… [risas].
—¿Qué pasó?
Fue un proceso muy convulso por todos los desafíos a los que nos estábamos enfrentando y por toda la inseguridad que nos generaba la situación. Digamos, la incertidumbre de cómo nos iba a salir todo esto. Todo fue muy cargado, muy emocional, todas éramos muy intensas, yo era una directora y dramaturga inexperta haciendo por primera vez una obra testimonial en el Perú. Había una carga muy pesada sobre mí y quizás no tenía la capacidad de contener el huracán que traía cada una de las actrices. Pero, en general, lo que más hubo durante el proceso fue entrega, valentía y locura de la buena.
—¿Qué te da el teatro testimonial?
Es una experiencia única. Genera una conexión con el público que, me atrevería a decir, casi ninguna obra de ficción puede lograr, sobre todo cuando uno quiere hablar sobre asuntos que están invisibilizados por el sistema o no son prestigiosos. Es una excelente plataforma para sacar al escenario temas que están ocultos y convertirlos en un asunto político. En su momento fue la paternidad, la maternidad, ahora se habla de la violencia contra la mujer, la discriminación contra la comunidad LGTB o la forma en que viven las personas con VIH. El teatro testimonial es un lugar privilegiado para hacer activismo, para hacer obras que impacten y que generen una respuesta inmediata del público.
—¿Es posible que, por el activismo, los creadores se olviden de hacer arte?
Sí, es uno de los riesgos de este género, sobre todo cuando tocas temas urgentes. Es muy fácil caer en la autoayuda o el panfleto. El teatro de denuncia es muy valioso, pero tiene vida corta, acotada a un tiempo político en el que se da su urgencia.
—Al final del prólogo planteas una pregunta: ¿qué historias contarán tus hijos? ¿Qué crees que narrarán?
¡Uf! Qué miedo. Creo que somos una generación de padres mucho más presentes, más involucrados con la crianza y que pensamos en ella más que nuestros padres. Por supuesto, eso no quiere decir que haya más o menos amor. A veces pecamos de estar muy presentes, así que las acusaciones podrían ser "por qué no me dejaste en paz un rato" o "por qué no me dejaste aburrirme". Los niños están muy estimulados, demasiado atendidos y escuchados y no sé si tienen la posibilidad de sufrir. Por supuesto, estoy generalizando y hablando de un grupo social acomodado que tiene, más o menos, resueltos los problemas básicos, porque en este país también hay un grupo grande niños muy desatendidos. Creo que en el futuro, las obras testimoniales de nuestros hijos los van a mostrar muy furiosos con nosotros.