Mi ingreso a la Embajada del Perú en París debe haber sido el menos oneroso en la historia de Torre Tagle. Yo vivía en la ciudad desde hacía seis años, a dos pasos de la sede de Kléber, con coche, muebles, amigos, vida propia y hasta una casa en el campo. O sea que, por el lado del traslado, cero gasto, aunque eso no quería decir cero esfuerzo de mi parte, sino todo lo contrario. Llegué antes que la embajadora, nombrada por el gobierno de Paniagua, dispuesta a sacarme la mugre por el Perú y por el supersueldo que nos pagaban a los funcionarios. Entre las personas que encontré en la cancillería estaba la doctora Velita, quien había sido cesada en sus funciones pero merodeaba los pasillos (como verán, la seguridad no era el fuerte en la oficina), frotándose las manos y susurrando a quien quisiera escucharla: “Me van a volver a nombrar. Yo soy amiga de A.S.”. Me parecía un ratoncito buscando queso. Nadie le daba ni cinco de pelota. Bueno, allí estuvo dando vueltas –¡por tres meses!– hasta que le llegó el dichoso nombramiento y comprendí de un plumazo que yo era una idiota y que la Velita conocía el Perú, los peruanos y el sistema mucho mejor que yo.
El nombramiento, nunca muy claro, no la sacó del sótano en el que trabajaba en las mañanas –con sueldo completo–, ya que en las tardes no se aparecía por la embajada y recibía a sus pacientes en su consultorio de ginecóloga. Yo no sé usted, estimado lector, pero para mí eso de cobrar a dos cachetes y ponerse medio día el sombrero de diplomática y otro medio día el de doctora que cobra y tributa me parecía, por lo menos, ‘déclassé’. Pero si a Torre Tagle, y al embajador en función, no les importaba, quién era yo para meterme. Una que otra vez trató de entablar relación ofreciéndome “una revisión gratis, no te cobro” que decliné cortésmente: “Yo ya tengo mi doctor, gracias”. Decía tener muy pocos recursos –lloraba pobreza– y por eso debía trabajar extra. En esos días le comenté a una peruana, oriunda de Paucartambo, que hacía limpieza en mi casa, el curioso ofrecimiento de la Velita. Me contestó de una manera escueta, como era su costumbre: “La doctora bien mala qui es. A las chicas qui van a su consultorio y qui no tienen papeles, lis cobra el doble. ‘Si no ti denuncio’, lis dice (!!)”. Allí nomás me alejé de ella para siempre. Cuentan que luego se hizo amiga
de los Humala, de Nadine (¿quizás le hacía la revisión sin cobrarle?), y un tiempo después subió del sótano y terminó de embajadora. Conociendo el nivel me preocupé por lo que pensarían los franceses con este nombramiento tan sui géneris. Hasta que comprendí que no importaba. Ellos ya se resignaron a vernos como un país bananero más, sin códigos ni ‘savoir faire’*.
*El arte de hacer, de saber estar.