China y Rusia no son aliados naturales (si tal cosa existe). En tiempos de la Unión Soviética, por ejemplo, crearon un cisma dentro del movimiento comunista internacional. Y en 1969 ambos Estados sostuvieron un conflicto armado por un diferendo limítrofe.
En los años setenta, cuando Vietnam invadió Camboya y China invadió Vietnam, la Unión Soviética (liderada desde Rusia), respaldó a Vietnam. Fueron precisamente esos conflictos de interés los que hicieron posible el acercamiento entre el régimen comunista chino y un gobierno republicano en Estados Unidos, tras la visita de Nixon a Beijing en 1972.
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¿Qué explicaría entonces que ahora ambos Estados parezcan aliados indisolubles? Hace ya un par de décadas el internacionalista Kenneth Waltz lanzó la siguiente advertencia: “La ampliación de la OTAN traza nuevas líneas divisorias en Europa, alinea a aquellos que quedan fuera del proceso, y no tiene un final lógico en su avance hacia el oeste de Rusia. (…). Lanza a Rusia hacia China en lugar de acercarla a Europa y a Estados Unidos. (…) No sin razón, los rusos temen que la OTAN no se limite a incorporar un número creciente de países que antes pertenecieron al Pacto de Varsovia, sino también incluya a las antiguas repúblicas de la Unión Soviética.”
Eso es lo que en teoría de juegos se denomina “interacción estratégica”: se trata de situaciones en las que el logro de nuestros fines depende en parte de las acciones que podrían elegir otros actores para conseguir sus propios fines. Por ello, al elegir las acciones a través de los cuales esperamos obtener nuestros fines, deberíamos intentar prever o influir sobre las acciones de aquellos actores de los que depende en parte que obtengamos esos fines. Es decir, la reacción adversa de Rusia ante la incorporación a la OTAN de ex repúblicas soviéticas era absolutamente predecible y, el que ese país intentara hacer algo para prevenir nuevas incorporaciones (por ejemplo, en los casos de Georgia o Ucrania), dependería de los medios a los que pudiera apelar para conseguir ese fin.
Una Rusia cuya economía no se ubicaba siquiera entre las diez más grandes del mundo y que había perdido a sus aliados de la Guerra Fría (V., el Pacto de Varsovia), precisaría de nuevos aliados en sus conflictos de interés con la OTAN, en general, y con Estados Unidos, en particular. ¿Qué incentivos tenía China para convertirse en ese aliado? Cuando menos dos. De un lado, el denominado “pívot al Asia” iniciado bajo la Administración Obama. Según el gobierno estadounidense, su propósito era asegurarse de que la insurgencia de China como potencia mundial no pusiera en riesgo las normas e instituciones del orden internacional de la posguerra. Según el gobierno chino, el propósito del “pívot al Asia” era contener la insurgencia china. Posibilidad que no descartaba la estrategia estadounidense en caso de que el régimen chino tuviese una conducta considerada hostil.
Pero al actuar ambos Estados con base en previsiones relativamente pesimistas (presumiblemente por un cálculo prudencial), podrían terminar convirtiendo esas previsiones en una profecía autocumplida. Añadan a todo ello el conflicto comercial que inició la Administración Trump y tendremos una explicación bastante plausible de las razones que hicieron que, de pronto, China y Rusia comenzaran a considerar atractiva la posibilidad de estrechar la relación entre ambos.