Cuando en setiembre del 2021 el gobierno de Pedro Castillo restableció relaciones diplomáticas con la República Árabe Saharaui Democrática, personalidades como Francisco Tudela consideraron que tal decisión, entre otras, era prueba de la filiación de izquierda del Gobierno Peruano. Bajo esa lógica, el que en agosto del 2022 ese mismo gobierno decidiera retirar el reconocimiento a la República Saharaui “y romper toda relación con esa entidad” sería prueba de que el gobierno de Castillo había dejado de ser de izquierda.
Existe, sin embargo, otra posibilidad: ni el restablecimiento de relaciones en el 2021 ni la ruptura en el 2022 decían realmente algo relevante sobre la filiación política del Gobierno Peruano. Prueba de ello es que México no reconoció a la República Saharaui bajo su actual gobierno de izquierda, sino en 1979, cuando lo gobernaba el PRI. Y el Perú reconoció por primera vez a la República Saharaui en 1984: es decir, cuando era presidente Fernando Belaunde Terry (a quien, presumo, nadie acusaría de izquierdista). Y el actual gobierno conservador del Uruguay, presidido por Luis Lacalle Pou, mantiene el reconocimiento que extendiera a la República Saharaui el gobierno izquierdista de Tabaré Vázquez.
Por lo demás, plantear el tema como un asunto de ideologías o alineamientos políticos ignora que la reivindicación saharaui puede fundamentarse en normas de derecho internacional. En 1975, la Corte Internacional de Justicia emitió una opinión consultiva sobre el tema. En ella establecía que los elementos de juicio a su disposición “no demostraban la existencia de ningún vínculo de soberanía territorial entre el territorio del Sahara Occidental, por una parte, y el Reino de Marruecos o el complejo mauritano, por la otra”. Añadía que, por ende, cabía la aplicación en ese territorio de la resolución 1514 de la Asamblea General de la ONU sobre la independencia de los países y pueblos coloniales “y, en particular, la aplicación del principio de la libre determinación mediante la expresión libre y auténtica de la voluntad de las poblaciones del territorio”. Por eso, por ejemplo, en 1991 la resolución 690 del Consejo de Seguridad de la ONU hacía suya la propuesta de organizar y supervisar “un referéndum de libre determinación del pueblo del Sahara Occidental” (referéndum que jamás se realizó).
El Estado Peruano, sin embargo, desde hace décadas deshoja margaritas para establecer su posición sobre el tema: en 1984 reconoció a la República Saharaui y estableció relaciones diplomáticas, en 1996 suspendió esas relaciones, en el 2021 las restableció y en el 2022 rompió toda relación y retiró su reconocimiento (queda por ver si ese habrá de ser el último pétalo).
Comprenderá el lector que esos constantes cambios no se explican porque tengamos una posición voluble sobre la cuestión de fondo: se explican por la eficacia relativa del cabildeo de actores políticos como Argelia y el Frente Polisario (representante del movimiento nacional saharaui), de un lado, y Marruecos y la mayoría de Estados de la Liga Árabe, de otro. Y estos últimos suelen tener más medios a su disposición para hacer valer su posición.
En cuanto a esos medios, el último párrafo del pronunciamiento con el que la cancillería peruana anunciaba la ruptura de todo vínculo resulta revelador: los gobiernos de Marruecos y el Perú acordaron “la cooperación efectiva en materia económica, comercial, educativa, energética, agricultura (sic) y fertilizantes”. Que la última palabra del pronunciamiento sea ‘fertilizantes’ es significativo: el pronunciamiento se da en medio de una crisis alimentaria mundial, dentro de la cual el Perú sería el país con la inseguridad alimentaria más alta de Sudamérica (según la FAO), y mientras el gobierno de Castillo realizaba tres licitaciones fallidas para la adquisición de fertilizantes. Por asombrosa coincidencia, la zona del Sahara Occidental bajo control marroquí posee las mayores minas de fosfatos a cielo abierto del mundo: es decir, un mineral que es un insumo fundamental en la fabricación de fertilizantes.