Decíamos la semana pasada que algunos pasajes del documento oficial estadounidense titulado “Marco estratégico para el hemisferio occidental” nos suscitaban perplejidad. Por ejemplo, aquel en que se afirma que el Gobierno Estadounidense “seguirá liderando en organizaciones internacionales y foros multilaterales”. Pregúntese si eso es verosímil viniendo del gobierno que, por ejemplo, se retiró de la OMS, dejó sin quórum la instancia de apelaciones de la OMC, se retiró del Acuerdo de París (del que forman parte todos los demás países del mundo), abandonó unilateralmente el acuerdo nuclear con Irán (que hizo propio el Consejo de Seguridad de la ONU con votación unánime) o aplicó sanciones contra la fiscalía de la Corte Penal Internacional.
Mi punto no es que esas hayan sido decisiones erradas (cosa que, en efecto, creo). Uno puede compartir las teorías conspirativas que subyacen a esas decisiones (por ejemplo, que la OMS conspiró para ocultar información sobre el origen de la pandemia o que el cambio climático es un invento del régimen chino). También puede compartir la narrativa del presidente Trump, según la cual las instituciones multilaterales son parte del “globalismo” que “patriotas”, como él, denuncian ante foros como la Asamblea General de la ONU. Pero si comparte esas posiciones, uno no puede luego pretender que se le tome en serio cuando sostiene que seguirá liderando instituciones a las que ataca cotidianamente o a las que ya ni siquiera pertenece.
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Una de las paradojas del marco estratégico es que, mientras los países con mayor número de menciones en el continente son Cuba, Nicaragua y Venezuela, el país más mencionado en ese documento (China) no pertenece al hemisferio occidental. Cierto, no siempre se lo menciona por nombre propio, pero las referencias veladas a ese país no son precisamente sutiles. Por ejemplo, cuando se habla de limitar la injerencia de “países rivales que ejercen una influencia maligna”, de contrapesar “las prácticas económicas predatorias de actores externos” o de impedir que “actores que no son economías de mercado alcancen los mercados de EE.UU.”.
Tal profusión de alusiones recuerda la conclusión a la que arribó el académico Lars Schoultz tras entrevistar a decenas de funcionarios estadounidenses durante la Guerra Fría: “Más que obtener algo importante de ella, lo que quienes toman las decisiones en Washington desean es evitar que América Latina caiga en manos de la Unión Soviética”. Es decir, nuestra región vuelve a adquirir relevancia para EE.UU. por la misma razón por la que lo hizo cuando se enunciaron la Doctrina Monroe en el siglo XIX o la Doctrina de Contención en el siglo XX: nuestra relevancia deriva del objetivo de limitar la influencia de potencias extrahemisféricas en una región que ha estado históricamente bajo influencia estadounidense.
Diferencia de enfoques
La prioridad de contener la influencia china tiene a su vez dos facetas. De un lado, el documento menciona que el Gobierno Chino busca expandir sus mercados, “en particular en la infraestructura 5G, para Huawei y otras firmas tecnológicas afiliadas al Estado”. Ese es un indicio ominoso en el contexto de las sanciones con que Trump amenaza a sus propios aliados europeos por permitir a Huawei acceso a su red 5G.
De otro lado, sin embargo, como decía el embajador chileno Jorge Heine, mientras los enviados estadounidenses hacia América Latina y el Caribe hablan obsesivamente de China, los enviados chinos a nuestra región hablan de comercio e inversión. El documento entiende que si EE.UU. desea que la región tenga menos relaciones económicas con China, debe ofrecer algo a cambio. Por eso, en el 2018, el Congreso estadounidense aprobó el Build Act, que condujo a la creación de la Corporación Financiera de Desarrollo Internacional (CFDI) en el 2019. Esta busca canalizar inversión de fuentes privadas hacia 90 países en desarrollo, incluyendo nuestra región. Si estará a la altura del reto, es algo que está por verse.
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