Para el colectivo LGTBIQ+ la ruta migratoria hacia Estados Unidos no solo significa huir de la pobreza para intentar mejorar la economía familiar, sino también la búsqueda de la libertad de mostrarse como son, sin tener que esconderse por los ataques, la persecución y burlas en sus países de origen.
“Discriminaban a uno, a los LGTBI, por ser así, pero uno no tiene la culpa, es lo que el mundo le hace a uno, ¿me entiende?”, explica a EFE el venezolano Yunio Ramírez, de 23 años, en Bajo Chiquito, el primer poblado indígena al que se llega tras caminar durante días por la selva del Darién, entre Colombia y Panamá.
Al salir de la jungla, después de tres días de caminata, Yunio hizo el último tramo del viaje hasta el poblado en canoa por el río Turquesa.
“Mis amigos me decían ‘cuando veas la canoa es ahí donde ves a Dios’, y literalmente fue así” tras salir de esa “selva horrible” donde los robaron, dice el joven, sudoroso.
Yunio trabajaba en una panadería en Venezuela, pero “el sueldo no te alcanza”, y luego está la discriminación “(...) te discriminan, te dicen cosas... en Estados Unidos no he visto que discriminen”, dice ansioso por llegar.
En su país, a un homosexual no le permiten donar sangre, una persona trans está obligada a identificarse legalmente con un nombre que no la representa o parejas del mismo sexo no tienen derecho a casarse.
Apoyo al colectivo durante la ruta
El reconocido activista panameño del colectivo LGTBIQ+ Iván Chanis advierte que este grupo está “en condición de vulnerabilidad por sus características de orientación sexual, identidad y expresión de género, pero además se les suman todas las posibles discriminaciones o vulnerabilidades que se le atribuyen a una persona migrante”, como la edad, ser mujer, indígena, minoría étnica o contar con algún tipo de discapacidad.
La jefa de Ayuda Humanitaria de la Unión Europea para Centroamérica y México, Liesbeth Schockaert, también subraya la vulnerabilidad de los migrantes del colectivo LGTBIQ+ por su condición además de “minoría”, entre los cuales “mucha gente esconde su identidad en esta situación para protegerse”.
La trabajadora humanitaria de la Unión Europea, que respalda proyectos de la Federación Internacional de Sociedades de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja (IFRC) a lo largo de toda la ruta migratoria, destaca a EFE que aunque dar respuesta a los migrantes a la salida del Darién es importante, donde solo el año pasado cruzaron la selva más de 520.000 personas, un récord histórico, resulta clave proseguir el apoyo durante el resto del camino.
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“Lo que vemos es que todo lo que no se cuida en el Darién, lo vemos más allá en la ruta, todo está conectado. La gente a veces en el Darién tienen problemas de salud, pero es más importante continuar”, explica.
Una mujer puede quedar embarazada por una violación en la selva y quizá tenga más tarde un aborto espontáneo, o una enfermedad que se complica a lo largo del camino, lo que hace que sea fundamental la colaboración con la Cruz Roja, presente a lo largo de la ruta, para “poder hacer este seguimiento”.
Primera asistencia
Después de pasar la noche en el poblado de Bajo Chiquito, los migrantes pagan por un espacio en canoa para descender río abajo hasta el albergue instalado por las autoridades panameñas en Lajas Blancas, donde cuentan con la colaboración de organizaciones humanitarias como la Cruz Roja, que proporcionan “agua segura”, alimentación, la posibilidad de hacer llamadas internacionales gratuitas o atención médica.
Abril Staples, coordinadora de terreno del programa de migración de la Cruz Roja basada en el Darién, explica a EFE que atienden a diario a entre 50 y 100 migrantes, dependiendo del flujo, con patologías que van desde el resfriado común, diarrea y gastroenteritis por el paso por la selva, hasta el seguimiento de enfermedades crónicas como la diabetes.
A la venezolana Andri Manuel Adrián, de 24 años, y a su familia los robaron en la selva. Les quitaron 900 dólares, asegura a EFE. Así que al no tener dinero para pagar un espacio en la canoa, les tocó caminar durante horas.
“Es como si vinieras por el desierto, no te encuentras ni una gota de agua, nada”. Su hermana y un sobrino se desmayaron, deshidratados.
Al llegar a Lajas Blancas, los atendieron en el puesto de Cruz Roja, y “gracias a Dios ya está bien” y ahora en el albergue recuperan fuerzas y tratan de juntar algo de dinero para seguir.
Andri Manuel es transexual, y cuando pasa junto a los hombres que esperan en fila por el almuerzo, le silban y corean entre risas, pero la joven sigue, sin hacerles caso.
Se fue de su país por la crisis económica, relata, donde “el sueldo te da para comprarte una harina, pan y un pedacito de queso, para más nada”, y porque la “homofobia en Venezuela es demasiado grande, la discriminación”.
Ahora aprovecha para vestirse como quiera, con una camiseta con la espalda descubierta. Algo que sería “muy fuerte allá, liberándome, ya que de tantas bromas lo que tengo que hacer es calármela (soportar) toda”, ríe la joven, que sueña con llegar a un país como Estados Unidos donde “no haya tanta discriminación”.
Al menos, dice, con su familia nunca ha tenido ningún problema: “Desde chiquitico a mí me ponían una muñeca en un carrito, en el arbolito, y yo iba agarraba a la muñeca de mi hermana. Dicen que tengo más hormonas de mujer que de hombre”.
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