En 2007, Vladimir Putin invitó a Angela Merkel a su fastuosa residencia presidencial de verano de Sochi, ubicada entre las montañas nevadas del Cáucaso y el Mar Negro, para negociar un acuerdo sobre comercio bilateral. En el momento en que fotógrafos y camarógrafos ingresaron al recinto, el presidente ruso —que sin duda conocía la fobia de Merkel por los perros— hizo entrar a su labrador Koni, dejando que el animal se acercara a olfatear a la canciller alemana, paralizada de miedo en su sillón.
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Fina psicóloga, después de frecuentarlo durante diez años, Merkel había terminado por descubrir las razones que impulsan a Putin a plantear todas sus acciones, personales o políticas, en términos de relación de fuerza.
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“Siempre ha tenido una imperiosa necesidad de demostrar quién es el más fuerte”, resumió la canciller después de la entrevista.
Pero Merkel no fue la única capaz de adivinar los claroscuros psicológicos de ese hombre que acaba de colocar a Europa frente a la crisis más grave desde el fin de la Guerra Fría. Harald Malmgren, ex consejero de varios presidentes norteamericanos, recordó recientemente sus conversaciones con Vladimir Putin en 1992, al comienzo de su ascensión política.
La estrategia del miedo
“El miedo es un catalizador del sentido común”, le dijo durante una cena. “Comprendí entonces cuál era el rasgo principal de su carácter”, afirma hoy. “En esencia, aquel día acababa de describirme la parálisis en la que se encuentran hoy Washington y Moscú por Ucrania”, señala.
Putin ha utilizado ese método una y otra vez en las crisis entre naciones soberanas: cuando no se consigue llegar a un acuerdo, la solución —su solución— pasa casi siempre por provocar miedo con respuestas desproporcionadas. Como Malmgren, quienes lo han frecuentado coinciden en el placer que le provoca amenazar a sus adversarios con los peores horrores. Como Vlad III, conde de Drácula en el siglo XV, el hombre que dirige los destinos del espacio más extenso del globo con mano de hierro desde hace más de 20 años emplea el terror como estrategia principal.
Pero, ¿y además? ¿Quién es Vladimir Vladimirovich Putin? ¿Qué hay detrás de esa cara sin expresión de rasgos eslavos, esos ojos de un azul desteñido y mirada de acero, esos gestos impostados, a medio camino entre la arrogancia, la timidez, la brutalidad y una obligada cortesía? Vale la pena reflexionar porque Putin estará con nosotros todavía por muchos años, después de haber logrado una reforma constitucional que le permite permanecer en el poder por lo menos hasta 2036.
Sorprendente contradicción. El hombre fuerte del Kremlin, que bajo la mirada permanente del mundo ha conseguido rodear su vida privada de un secreto casi total, cuando trabaja o cuando está de vacaciones se mueve rodeado por un pool de periodistas, cámaras de televisión y fotógrafos acreditados por el régimen. Pero “de Putin solo se sabe lo que él quiere que se sepa”, afirma Fiona Hill, ex consejera de la Casa Blanca.
Psicólogos y servicios secretos occidentales se afanan en descubrir las fallas en la compleja personalidad de ese hombre de 70 años, nacido en Leningrado en 1952, de 1,70 metros de estatura, que pesa unos 80 kilos y se entrena varias horas por día. No solo cumple con ese protocolo, sino que lo hace saber a través de sus servicios de prensa, mostrándose cada vez que puede con el torso desnudo y en situaciones extremas: montando un oso siberiano, blandiendo un fusil, conduciendo una imponente moto Harley-Davidson o a los comandos de un bombardero nuclear Antonov AN26. En un país donde machismo y virilidad significan lo mismo, esas demostraciones de potencia física producen un excelente efecto.
Algunos señalan la persistencia de esos comportamientos como un auténtico problema. Como si el hombre que dirige el destino de 146 millones de rusos y es capaz de mantener en vilo al resto del planeta necesitara convencerlos de algo que no es verdad.
Una infancia sin amor
El politólogo Stanislav Belkowski, fundador y director del Instituto Nacional de Estrategia, afirma en su libro “Putin” que la clave para comprender al jefe del Kremlin sería la ausencia de amor familiar durante su infancia.
Enviado por sus padres biológicos a una pareja de San Petersburgo, que se convirtieron en sus padres oficiales, el actual presidente habría pasado toda su vida buscando una familia de sustitución. Los traumas infantiles serían tan profundos que, con los años, Putin se transformó en un solitario, que fue prácticamente obligado a asumir la presidencia y que se siente cómodo solo en compañía de los animales.
“Los únicos amigos de Vladimir Putin son su labrador Koni y el ovejero búlgaro Buffy”, anota Belkowski.
Otro de los mitos que procura desmontar ese especialista —al igual que las agencias de inteligencia occidentales— es la supuesta vida sexual del jefe del Kremlin, presentada como digna de un moderno Don Giovanni. El publicitado romance con la ex gimnasta rusa Alina Kabaeva, de 39 años, solo habría sido una invención de su equipo de comunicación. El relato, orquestado por el Kremlin, afirma que Putin se habría separado de su esposa, Ludmila, en abril de 2014, para vivir con la atractiva campeona olímpica con quien ya tendría tres hijos.
La verdad es que “el sexo y la vida sexual le son totalmente ajenos”, afirma Erich Schmidt-Eenboom, autor de numerosos trabajos sobre los servicios de inteligencia de Alemania Oriental. Putin —agrega— sometió a su ex mujer a permanentes violencias domésticas en los años 1980, mientras trabajaba en Dresde como espía del KGB. En todo caso, Ludmila — una azafata que también trabajaba en el KGB— desapareció de la vida pública desde el anunciado divorcio. El presidente ruso tampoco ve demasiado a las dos hijas del matrimonio, Mariya, de 37 años, y Ekaterina, de 36.
Visión estratégica
El ex agente de inteligencia parece haber trasladado la misma violencia a su visión estratégica. Para muchos se trata de un fanático expansionista, empecinado en crear un espacio de dominación rusa. Para otros, es un aislacionista preocupado por proteger la identidad de su país. En todo caso, los “putinólogos” están divididos. Los empáticos culpan a los occidentales. Putin, el belicoso, sería el producto de un país “humillado” por Estados Unidos y Europa después del fin de la guerra fría. Incapaces de comprender un sentimiento nacional pisoteado, nunca midieron la amplitud del traumatismo provocado por la desaparición de la Unión Soviética.
Para ellos, más que un realista, Putin sería un gran sentimental: “El que no lamenta la desaparición de la URSS no tiene corazón. Aquel que desea su restauración no tiene cabeza”, suele decir. Miembro de la tribu de los “empáticos”, la académica francesa de origen ruso Helène Carrère d’Encausse es otra convencida de que Putin está siempre en busca de afecto: “Para él, el futuro de Rusia pasa por el reconocimiento de su lugar en Europa”, repite. Ese sitio es el de una gran potencia respetada y reconocida.
De acuerdo. Pero de ahí a desmembrar un país porque la mayoría de sus ciudadanos votaron tres veces seguidas en favor de una apertura hacia Europa, hay un gran paso que no se puede explicar mediante esa famosa “humillación”. Los defensores del presidente ruso tienen razón cuando recuerdan la historia, la cultura, la religión, los matrimonios cruzados que tejieron una relación única entre Ucrania y Rusia. No obstante, en nombre de la vieja doctrina de “soberanía limitada” aplicada a su “extranjero cercano”, Rusia viola las fronteras de sus vecinos mediante la fuerza. Según Putin, Ucrania no tendría ni siquiera el derecho de concluir un pacto comercial con Bruselas, sin hablar ya de una eventual adhesión a la Unión Europea y mucho menos a la OTAN.
Ciertos reproches de Moscú sobre el comportamiento de los occidentales después de la Guerra Fría son justificados. En 1990, el secretario de Estado de George Bush padre, James Baker, prometió a Mijail Gorbachov y a otros líderes soviéticos que, después de la desaparición del Pacto de Varsovia, la OTAN “no se movería una pulgada hacia el este” de Europa. Después de una larga investigación, la revista alemana, Der Spiegel, escribió que “no había dudas de que Occidente hizo todo lo posible para dar a los soviéticos la impresión de que una adhesión a la OTAN de países como Polonia, Hungría o Checoslovaquia eran impensables”.
La política ucraniana del Kremlin confirma la tesis de un Putin obsesionado por la reconstitución de un espacio bajo tutela rusa. Como si el estatus de una gran potencia no se ganara solo en la esfera económica y social, sino mediante la dominación y las conquistas territoriales.
Al frente de un país que este año se ubicó en el 12° puesto entre las naciones más ricas con un PIB de 577.000 millones de dólares, pero cuyo ingreso per cápita lo coloca en el 65° puesto (dos por detrás de Argentina) con apenas 11. 327 dólares/h., según el Fondo Monetario Internacional (FMI), Putin sabe que su país adolece de una gran debilidad: la dependencia de su economía, orientada principalmente a la exportación de materias primas —gas y petróleo, en particular— y su industria militar. Esa realidad lo expone a padecer en forma brutal las duras sanciones económicas occidentales en caso de ataque contra Ucrania, aun cuando los especialistas aseguren que el Kremlin ha constituido en los últimos años un “verdadero tesoro de guerra” para absorber las eventuales consecuencias de su política expansionista.
En todo caso, Vladimir Putin no parece temerle tanto a los tanques de la OTAN como a los valores de la UE: el Estado de derecho, ese “invento absurdo” como la soberanía nacional compartida, el desarrollo continuo de las libertades individuales, la obsesión consumista, la liberalización de las costumbres… En resumen, todo lo que vehiculiza la globalización “a la occidental”.
En el caso de Europa, su enemigo no es la UE como potencia militar, que no existe, sino un arma más poderosa: sus ideas, susceptibles de contaminar una clase media que descendió a la calle para oponérsele en 2011-2012. Asumiendo la herencia eslavófila, para él “Rusia no debe definirse en relación a la Europa occidental”. Por el contrario, debe luchar contra un soft power europeo-occidental que la debilitaría. Ucrania debe servir de zona tapón. Es necesaria para proteger el nuevo modelo ruso —el de Putin— de la seducción del modelo europeo.
El espejo del zar Nicolás
Un imponente retrato ocupa una de las paredes del despacho presidencial de Vladimir Putin. Un hombre robusto y joven, con un formidable bigote y en uniforme militar, observa al visitante con la arrogancia de un emperador. El zar Nicolás I, nacido en 1796 y fallecido en 1855, en plena debacle de la guerra de Crimea, está sin embargo, lejos de ser el preferido de los rusos. Espíritu estrecho, caricatura de emperador sumergido en la ortodoxia y el militarismo, a simple vista es difícil entender la razón de la admiración del jefe del Kremlin por ese hombre del pasado imperial.
Pero, mirando con atención, es posible que la biografía del “más lógico de los autócratas”, según la expresión del historiador alemán Theodor Schiemann, ofrezca una clave inesperada sobre el enigma Putin. Porque, en efecto, Nicolas I encarna en forma químicamente pura la esencia del zarismo, cuyas concepciones impregnan profundamente el discurso actual del Kremlin.
“Por aplastante que haya sido la derrota de Crimea hace un siglo y medio, sigue siendo una fecha fundadora para los nacionalistas rusos, que admiran en aquel zar el símbolo de un ‘espíritu’ ruso irreductible que nadie puede apagar con el pretexto de ‘modernizar’ el país”, explica Bruno Maçaes, ex ministro portugués de Relaciones Exteriores y especialista de Rusia.
Riguroso control social impuesto por una policía política, rechazo del modelo occidental de liberación de las costumbres, defensa de las minorías rusas o cristianas “oprimidas”: los comunicantes actuales del Kremlin no dicen otra cosa cuando denuncian la debilidad y la hipocresía de Europa, que legaliza el matrimonio homosexual y “abandona” a los cristianos de Oriente en Siria frente al peligro jihadista.
Colocándose en la filiación directa de un zar olvidado, Putin busca resucitar una época, la del imperio ruso, y una postura, la de gran potencia reaccionaria de Europa. La primera le vale una sólida popularidad en su país. La segunda fascina a todas las extremas derechas del planeta.
Créditos:
- Por Luisa Corradini
- EDICIÓN PERIODÍSTICA Juan Landaburu @jlandaburu Nicolás Cassese @ncassese
- EDICIÓN FOTOGRÁFICA Aníbal Greco @anibalgreco
- DISEÑO Florencia Abd @florenabd María Rodríguez Alcobendas @merirodriguez
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