Estoy escribiendo esto en medio de la noche en la mesa de mi cocina en Moscú, mirando hacia las tenues estrellas rojas y las cúpulas doradas del Kremlin.
Pero para cuando lo leas, estaré de regreso a Inglaterra, expulsada de Rusia como una amenaza a la seguridad nacional del país.
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Después de más de 20 años informando desde Moscú, todavía no puedo creerlo.
Sospeché que me estaban señalando hace aproximadamente un año cuando el Ministerio de Relaciones Exteriores de Rusia comenzó a expedirme visas a corto plazo. E incluso éstas eran aprobadas a último minuto.
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En un momento me dijeron que me estaban dando mi última visa, antes de que el funcionario dijera que se había equivocado.
Pero el 10 de agosto me llevaron aparte en el control de pasaportes del aeropuerto Sheremetyevo de Moscú y me dijeron que el Servicio Federal de Seguridad del (FSB) me había vetado de Rusia.
El agente que leyó la orden tenía todas las palabras, pero ninguna explicación.
“Sarah Elizabeth” -indicó usando mi segundo nombre- “se le está negando la entrada a la Federación de Rusia por tiempo indefinido. Esto es para la protección de la seguridad de Rusia”, aclaró y luego dijo que estaba siendo deportada.
Le dije que era periodista: “¿Parezco una amenaza?”
“Somos solo los que implementamos la medida”, repitió el guardia fronterizo varias veces. “Pregúntale al FSB”.
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Había volado a Moscú esa mañana desde Bielorrusia, donde había estado informando sobre la represión de las protestas masivas contra Alexander Lukashenko.
El aliado cercano de Vladimir Putin había sido el anfitrión de una gigantesca “conversación” anual con la prensa y yo aproveché la oportunidad para preguntarle cómo podría permanecer como presidente después de la tortura y el encarcelamiento de manifestantes pacíficos.
Primero, me calificó de propagandista occidental. Luego sus leales seguidores me atacaron verbalmente en vivo por la televisión bielorrusa.
Esa noche, mientras editábamos el intercambio en nuestro reporte, el Ministerio de Relaciones Exteriores de Rusia anunció nuevas sanciones contra Reino Unido: un grupo de ciudadanos británicos no identificados fue acusado de participar en “actividades antirrusas”.
Fue la respuesta tardía de Moscú a las sanciones del Reino Unido por abusos de derechos humanos en Chechenia y la corrupción de alto nivel en Rusia.
Con la última visa en mi pasaporte a punto de caducar, me sentí nerviosa.
Unas horas más tarde, mis colegas pasaron la frontera de Moscú como de costumbre, pero a mi me detuvieron.
Eventualmente me dejaron caminar libremente por la sala de embarque, aunque sin mi pasaporte, mientras otros negociaban frenéticamente para detener mi deportación.
Estaba segura de que fracasarían: la orden en mi contra procedía del poderoso FSB.
Por eso firmé el formulario que decía que entendía que estaría infringiendo la ley si volvía a entrar en Rusia. Protesté, pero no tuve elección.
En un momento, me senté en un banco roto del aeropuerto y grabé mis sentimientos, llorando frente a la cámara.
Entonces, de repente, 12 horas después de haber aterrizado, recibí una llamada que me decía que podía cruzar la frontera, solo una vez, para empacar mis cosas en Moscú.
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Mi expulsión significa cortar vínculos de años aquí.
Rusia ha sido una parte importante de mi vida desde que viajé a Moscú a los 18 años cuando la URSS se vino abajo.
Fui testigo del caos de primera mano: las interminables colas y la escasez, incluso las guerras.
A mediados de la década de 1990, cuando era estudiante, viví los días de los gánsteres en San Petersburgo, cuando el bar en el que trabajaba hacía que los hombres registraran sus armas en la puerta.
Fueron años difíciles para muchos rusos, pero también fue una época de libertades nuevas y estimulantes.
Luego vino Vladimir Putin.
Desde su elección hace 20 años, he estado informando desde Moscú, registrando la lenta erosión de esas libertades, la creciente represión de la disidencia mientras Putin maniobra para mantenerse el poder.
La presión sobre activistas, críticos y ahora periodistas se ha intensificado en el último año, desde que el político opositor Alexei Navalny fue envenenado.
En el período previo a las elecciones al Parlamento del próximo mes, ha aumentado aún más.
El Kremlin, nervioso después de las gigantescas protestas del año pasado en Bielorrusia por una votación amañada, parece decidido a acabar con las voces críticas aquí; con cualquier indicio de competencia real.
Silenciar a la prensa libre es fundamental para eso.
La semana que supe que me estaban obligando a dejar Rusia, el canal independiente más grande del país fue etiquetado como “agente extranjero”.
Dozhd TV se unió a una lista negra cada vez más larga de medios que tienen que declarar su estado “hostil” cada vez que publican alguna noticia, o de lo contrario se enfrentan a multas y procesos legales.
“Este estatus de agente extranjero significa que somos enemigos del Estado”, me dijo Tikhon Dzyadko.
Las suscripciones aumentaron, no disminuyeron, después de la designación y el editor en jefe me dijo que algunos miembros de su equipo estaban orgullosos de la clasificación, como una marca de calidad.
Pero Dzyadko dice que el último giro contra la prensa es preocupante.
“Es como [si dijeran] que ya no necesitamos a estos activistas de derechos humanos o medios independientes aquí”.
“Es muy malo y podría volverse mucho peor, en cualquier momento”, señala Dzyadko.
Cuando me llamaron al Ministerio de Relaciones Exteriores en Moscú, insistieron en que mi expulsión no era nada personal.
Oficialmente, lo llaman represalia por el reportero de la agencia de noticias Tass a quien se le negó el permiso para permanecer en Reino Unido.
Pero eso fue hace dos años y no hubo ningún escándalo en ese momento.
Altos funcionarios afirman no tener conocimiento de mi condición de “amenaza”, incluso cuando sé que han visto el formulario que firmé.
Hasta ahora se niegan a confirmar una fuente que dice que también me han incluido en la lista de sanciones.
Muchas personas a las que entrevisté en el pasado ahora han abandonado Rusia por seguridad. Otros admiten que tienen un plan de escape, un lugar al que correr.
Nunca pensé ni por un momento que me uniría a ellos en el exterior.
Y voy con las etiquetas de “anti rusa” y “amenaza a la seguridad” resonando en mis oídos.
Pero estoy tratando de ahogar ese ruido.
Desde que mi expulsión se hizo pública, desconocidos se han detenido en la calle a disculparse conmigo por lo sucedido. Algunos incluso dicen que están avergonzados de su gobierno.
Es la amabilidad y la calidez de esos rusos en lo que estoy pensando, mientras cae la lluvia y es casi la hora de irse. Quizás para siempre. Pero espero que no.
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