Los manifestantes de Sri Lanka, hambrientos y furibundos, atribuyen la profunda crisis económica que atraviesa el país, marcada por la escasez generalizada de insumos y el alza de precios, a la mala gestión del gobierno. Y en su mayoría tienen razón. Aunque parte de la culpa puede llevársela un contexto internacional turbulento, lo cierto es que una serie de penosas decisiones arrastraron a la nación insular del sur de Asia a la ruina. Pero entre ellas, una se destaca por su singularidad: el impulso de la política de la “Visión de la Prosperidad”.
Bajo este lema, en abril de 2021, el entonces presidente Gotabaya Rajapaksa (renunció el miércoles) decidió prohibir la importación y el uso de fertilizantes inorgánicos y agroquímicos en el país con el pretexto de que el gobierno debía “garantizar el derecho del pueblo a una dieta no tóxica”.
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Amparado en el bienestar y la sustentabilidad, Rajapaksa estableció el ambicioso objetivo de convertir a Sri Lanka en el primer país del mundo libre de fertilizantes sintéticos y pesticidas. Pero la abrupta inmersión en la agricultura ecológica trajo consecuencias calamitosas de dimensiones inesperadas, incluida “la amenaza inminente de hambruna para su población de 22 millones de habitantes”, en palabras del propio presidente del Parlamento, Mahinda Yapa Abeywardana. Así, el gobierno tuvo que revertir la medida tan solo siete meses después de su entrada en vigor, al mismo tiempo que millones de ciudadanos hacían largas colas y recorrían múltiples establecimientos para adquirir productos básicos como leche en polvo y querosene.
¿Cómo es posible que una iniciativa que pretendía promover la preservación del medio ambiente y cuidar la salud de las personas fuese capaz de propulsar en una nación agrícola una crisis alimentaria sin precedentes que culminó en la toma de la residencia oficial y la eyección del presidente?
“Es la síntesis de un experimento catastrófico”, dice a LA NACIÓN César Belloso, productor agropecuario. “Es triste lo que pasó, pero muestra el desastre que se puede hacer cuando las decisiones se apoyan en el voluntarismo y no en el conocimiento científico”.
Las cifras confirman la debacle. Según el Departamento de Censos y Estadísticas, la producción de arroz, uno de los principales cultivos del país, cayó a 3,94 millones de toneladas en las dos temporadas (Maha y Yala) que corren de mayo de 2021 a marzo de 2022 –interrumpidas por la temporada de monzones–, desde 4,98 millones en el período equivalente anterior.
En la localidad de Rajanganaya, donde la mayoría de los agricultores operan a pequeña escala con no más de una hectárea cada uno, la mayoría de aquellos con los que habló el periódico británico The Guardian en abril de este año informaron de una reducción de entre el 50% y el 60% en su cosecha.
Incluso una encuesta de julio de 2021 (tres meses después de la entrada en vigor de la medida) de Verité Research, un think tank que ofrece análisis estratégicos para Asia, mostró que el 85% de los agricultores esperaban una reducción de sus cosechas debido a la prohibición de los fertilizantes. La mitad de ellos temía que el rendimiento de sus cosechas pudiera disminuir en hasta un 40%.
“Todo lo que ocurrió en Sri Lanka es grave. El país tiene un clima tropical y por lo tanto una gran cantidad de insectos. A los insectos les atrae el azúcar. Y el arroz está lleno de azúcar porque es almidón puro. Si te quedás sin fertilizantes y después sin insecticidas para regular la población de insectos, en primer lugar, las plantas no van a crecer lo suficiente y, en segundo, las pocas plantas que crecen se las comerán los insectos”, explica en diálogo con este medio Iván Ordoñez, economista especializado en agronegocios.
Muchas de las exportaciones agrícolas clave en Sri Lanka dependen del uso intensivo de insumos químicos para su cultivo, con la mayor dependencia en el arroz, con un 94%, seguido del té y el caucho, con un 89% cada uno, según datos de Verité.
De acuerdo con esta organización independiente, Sri Lanka necesitaba una gran producción nacional de fertilizantes orgánicos y biofertilizantes para pasar a la agricultura ecológica —sólo el cultivo orgánico de arroz requiere de casi cuatro millones de toneladas de compost al año—. No obstante, en ese momento, el país sólo producía 0,22 millones de toneladas de compost a través de los productores registrados por el Departamento de Agricultura y los ayuntamientos.
“El sueño de la patria orgánica puede ser una estrategia comercial pero no puede ser algo deseable desde la eficiencia productiva. Si querés contaminar menos al planeta, a la hectárea le tenés que poner todo el conocimiento posible para con menos sacar más. En este caso, la lógica economicista coincide con la lógica ambientalista”, comenta Ordoñez.
Por su parte, Belloso dice que un productor individual efectivamente puede decidir eliminar el uso de fertilizantes y agroquímicos y bajar su productividad y vivir tranquilamente. Sin embargo, el experto opina que cuando “eso se transforma en política pública es un desastre a nivel país”. Y explica que es factible “tener una agricultura sustentable que sí incluya productos químicos al basarse en una agricultura regenerativa, con una mayor intensidad y diversidad de cultivos en la rotación y sin la necesidad de recurrir a la labranza, la principal causa del deterioro del suelo”.
Gayan Weerasinghe (35), un pequeño productor de calabazas en el distrito de Trincomalee, recuerda la temporada Yala del año pasado como una época oscura. Un patógeno vegetal conocido como Pythium aphanidermatum acabó con la mitad de su cosecha. “No tenía herramientas para combatirla”, dice a LA NACION. “Nunca pensé que Sri Lanka sería testigo de una crisis alimentaria”, añade.
El principal problema con la prohibición del uso de fertilizantes inorgánicos fue la falta de previsión. De acuerdo con otro sondeo de Verité, casi dos tercios de los de los agricultores apoyaban la visión del gobierno. Sin embargo, casi el 80% de los partidarios consideraban que se necesitaría más de un año para hacer la transición. La encuesta también reveló que existe un bajo nivel de confianza en los conocimientos necesarios. Sólo el 20% de los agricultores dijo tener conocimientos adecuados sobre el abono orgánico apropiado y su correcta aplicación a sus cultivos.
“Si sacás la tecnología de un año para el otro y no hiciste un planeamiento, el país tiene que salir a importar comida y se agrava el déficit, sino la gente se muere de hambre”, explica Ordoñez.
De cualquier manera, los críticos del gobierno señalan que detrás del veto, en realidad, se escondía una razón mucho menos altruista: robustecer las menguantes reservas de dinero. La extravagante medida aparentemente pretendía ahorrar al país los entre 300 y 400 millones de dólares en divisas que se gastan cada año en la importación de fertilizantes químicos.
Los confinamientos provocados por la pandemia de coronavirus devastaron la industria turística de Sri Lanka, que representa una décima parte de la economía del país y proporciona una importante fuente de divisas. Además, la moneda nacional, la rupia, ha perdido cerca de una quinta parte de su valor, limitando la capacidad de compra de alimentos y suministros en el extranjero justo cuando los precios estaban subiendo.
“El país no se vio afectado por una enfermedad renal crónica sino por una escasez crónica de dólares”, dijo a The New York Times la doctora Aruna Kulatunga, ex asesora del gobierno en materia de industrias primarias y agricultura,
Por María del Pilar Castillo