Poco antes de que estallara la pandemia del nuevo coronavirus, la especialista en enfermedades infecciosas Maria Bogoeva se preparaba para colgar su uniforme y retirarse de su puesto en un pequeño hospital provincial del oeste de Bulgaria. Un año después, la doctora de 82 años todavía está en primera línea de la batalla contra el COVID-19 pese a su avanzada edad.
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Es una más de la legión de doctores mayores batallando contra “el horror” del virus en el desbordado sistema de salud de Bulgaria.
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“¿Mi edad? No la siento. Quiero trabajar. Si viera que no soy útil, me iría”, dice esta enérgica mujer a la AFP.
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Con su pelo rojizo, sus joyas y su mirada determinada, todavía cuida su apariencia pese al “estrés diario”.
“Que trabaje en el hospital no quiere decir que me abandone”, admite sonriendo.
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El miembro más pobre de la Unión Europea sufre la falta de personal médico ya que los jóvenes que se gradúan emigran al oeste en busca de mejores oportunidades de carrera.
Por eso la doctora Bogoeva siente que no tiene más opción que permanecer junto a los pacientes de COVID-19 en el hospital municipal de Dupnitsa, un municipio de 50.000 habitantes, situado a unos 60 kilómetros al suroeste de la capital Sofía.
Quedarse en casa sin hacer nada teniendo buena salud mientras los pacientes necesitan más que nunca su experiencia es simplemente “impensable”, asegura.
“¿Los iba a dejar morir? El hospital no tenía ningún otro especialista en infecciones, y esto es una crisis sanitaria”, espeta.
Muchos de los médicos retirados en Bulgaria han tomado la misma decisión en el último año, algunos de ellos pagando con sus propias vidas.
“Inmunidad natural”
Otro colega de la doctora Bogoeva del departamento de infecciones del hospital de Dupnitsa, un médico 15 años más joven que ella, temió por su salud y se retiró después de la primera ola del virus.
Pero la octogenaria dice que no tiene miedo a seguir pese a que lleva una simple mascarilla quirúrgica y un protector azul que se desinfecta de vez en cuando.
“Me prohíben acercarme a los pacientes”, dice, mientras espera a la puerta de una habitación con enfermos.
Ella decide el tratamiento que hay que administrarles en función de los antecedentes que el resto del personal del hospital recaba.
“Probablemente tengo inmunidad natural ya que he tenido muchas infecciones a lo largo de mi vida”, dice, antes de precisar que siente que “no hay que tener miedo” al virus.
Aunque reconoce que hay algo “inexplicable” sobre este virus y se estremece con el “horror de noviembre”, cuando vio “morir más pacientes que durante toda su carrera”.
“La gente de sesenta años, no los pudimos salvar”, lamenta.
El hospital estaba desbordado, había pacientes “esperando en los pasillos”, rememora.
“Las ambulancias, los médicos de familia nos suplicaban (que admitiéramos más pacientes) pero estábamos desbordados”.
“La gente nos evita”
Aprecia el actual respiro, con solo seis pacientes en su pabellón, pero sabe que no va a durar mucho.
Una nueva ola con las nuevas variantes “sin duda está llegando”, dice antes de asegurar determinada: “¡La combatiremos!”
En la pequeña ciudad de Dupnitsa, ella y otros trabajadores sanitarios que luchan contra el virus suscitan a menudo más miedo que admiración.
“La gente nos evita, nos miran como si fuéramos extraterrestres”, dice con amargura.
En esos momentos, Bogoeva se refugia en el apoyo de su familia, aunque sea en la lejanía.
Su hijo vive en Estados Unidos junto con sus dos nietos y tres bisnietos y su esposo se ha trasladado a Sofía mientras se calma la situación.
“Si me contagio, no perjudicaré a nadie”, concluye.
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