En 1991, cuando se terminó de desintegrar la URSS, Vladimir Vladimirovich Putin había cumplido 39 años y era asesor y discípulo de Anatoly Sobchak, primer alcalde de San Petersburgo. Poco antes, Putin había renunciado a la KGB para dedicarse a la política. En un mismo año cambió el mapa geopolítico en Europa del Este y el mapa mental de un hombre ambicioso. Era inevitable que un líder surgido de aquellos dos resquebrajamientos dejara tantas cicatrices en los libros de historia.
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Su vida ha estado marcada por bisagras que abren y cierran épocas. Putin nació en octubre de 1952, cinco meses antes de la muerte de Stalin y del inicio de las primeras reformas de Nikita Jrushchov. Su madre, mujer humilde a quien la posguerra y la difteria ya le habían quitado dos hijos, vio a Vladimir interesarse desde pequeño por el judo. Cuando tenía 9 años, su padre, soldado veterano de mil guerras, le contó lo que decían en la radio: Yuri Gagarin ha llegado al espacio. El niño Vladimir se sentía parte de un imperio grande.
Incorporado a la KGB en 1975, Putin conoció por dentro las férreas estructuras soviéticas. Años atrás, en una entrevista, comentó que los agentes de inteligencia tenían “cualidades especiales, convicciones especiales y un carácter especial”. Por eso recibió con orgullo el encargo de instalarse en Alemania Oriental, donde una de sus misiones era vigilar si los diplomáticos de su país eran leales: nada más aleccionador que espiar a los tuyos. Estuvo en Dresde hasta que, tras la caída del Muro de Berlín en 1989, debió destruir los documentos que pudieran incriminarlo y regresó a la Unión Soviética, que colapsaba en cámara lenta.
La década de los 90 comenzó con Putin como un funcionario de mediano rango, con muchos jefes por encima suyo, y terminó con su designación como primer ministro de Boris Yeltsin, en 1999. La invasión a Chechenia, que él promovió aquel mismo año, le otorgó una gran popularidad en medio de un realce del nacionalismo ruso, y pocos meses después fue elegido presidente.
El investigador holandés Marcel van Herpen, autor del libro “Las guerras de Putin”, dijo en una entrevista al diario “La Tercera” de Chile que lo que el líder ruso busca con estas conductas agresivas es, en el fondo, curar viejos traumas, cerrar bisagras. “Se considera una persona enviada por Dios que tiene la tarea de revertir la desaparición de la Unión Soviética”, explicó.
“Putin ha reinventado el nacionalismo ruso sobre la base de las mismas teorías nacionalistas del zarismo y de la Unión Soviética. Es un nostálgico de ese pasado y se ve a sí mismo como su continuador”, ha explicado en la cadena BBC Pablo de Orellana, académico de la universidad King’s College, en Londres.
Nada más peligroso que un nostálgico con poder. En el 2008, ante la posibilidad de que Georgia –uno de los estados que se independizaron en 1991– se integrase a la OTAN, Rusia ordenó atacar (¿suena familiar?). En el 2014, se logró la anexión de Crimea, primero con tanques y después con un referéndum muy cuestionado. El plan putiniano funcionaba.
¿Qué sigue ahora? ¿Hacia dónde jalonear el mapa? ¿Kazajistán, el Cáucaso, Moldavia? Los especialistas coinciden en que es muy difícil en este momento, mientras caen misiles en Kiev, desechar la idea de que el hermano mayor quiera llamar al orden a otras ovejas descarriadas del rebaño soviético.
De la risa a la guerra
“Servidor del pueblo” era una sátira política que se estrenó en la televisión ucraniana a fines del 2015. Contaba la historia de Vasil Holoborodko, un profesor de secundaria que, durante una clase, criticó duramente a los corruptos de su país; un alumno lo grabó, el video se hizo viral y el profesor al final fue elegido presidente de Ucrania.
El actor que interpretaba al profesor se llama Volodimir Zelenski, y hoy es presidente de Ucrania. Tras el éxito del programa televisivo, fundó un partido político del mismo nombre y ganó las elecciones del 2019.
Pocos días después de esa inusitada victoria, la respetada analista internacional Virginia Rosas –fallecida pocos meses atrás– escribió en este Diario: “La irracional elección del joven e inexperto comediante, de 41 años, es un suicidio colectivo: la expresión de la desesperanza de un pueblo asqueado de sus políticos”.
Como si fuera una premonición o la crónica de una crisis anunciada, Rosas escribió también: “Tener como vecino a Rusia, apostando a toda costa a la división y anexión del territorio, no es poca cosa. Desde la invasión y adhesión de la península de Crimea, las hostilidades no cesan. Como muestra de que no le facilitará las cosas a Zelenski, Vladimir Putin anunciaba, durante la campaña, la prohibición de exportar petróleo a Ucrania e iniciaba el reparto compulsivo de pasaportes rusos en las regiones separatistas”.
Cuando Rusia lanzó sus primeros misiles contra Ucrania, Zelenski, con un gran dominio escénico, dijo en televisión: “Nos han dejado solos para defender nuestro Estado. ¿Quién está dispuesto a combatir con nosotros? No veo a nadie. ¿Quién está listo a dar a Ucrania la garantía de una adhesión a la OTAN? Todo el mundo tiene miedo”, lamentó.
Zelenski dijo también: “Según nuestra información, soy el objetivo número uno del enemigo. Mi familia, el segundo. Quieren destruir Ucrania políticamente al destruir el jefe de Estado”. Él habría rechazado la oferta de Estados Unidos de ponerlo a buen recaudo.