Llegó el entretiempo y el partido estaba empatado, sin goles. Entonces, en el vestuario, apareció ‘Il Duce’. Los miró, se quitó el gorro y se dirigió a Vittorio Pozzo: “Usted es el único responsable del éxito, pero que Dios lo ayude si llega a fracasar”.
El técnico de la selección italiana y sus 11 jugadores sabían que no solo peleaban por el campeonato mundial de 1934. Se jugaban la vida en aquella final frente a Checoslovaquia. Eran los anfitriones y Benito Mussolini, el líder fascista que se había valido de mil artimañas para llevar a Italia hasta aquel partido, no bromeaba. Era vencer o morir.
Los italianos regresaron a la cancha. Pero los checoslovacos se adelantaron. La tensión estaba al máximo en el estadio de Roma. El árbitro sueco Ivan Elkind ya le había negado un penal lícito a los visitantes. Pero cuando el partido estaba por acabar, en el minuto 81, Raimundo Orsi marcó el empate. Se fueron a la prórroga y Angelo Schiavio logró descontar. La alegría se convirtió en éxtasis, pero, sobre todo, en alivio. Italia logró su primer título y los campeones pudieron sobrevivir.
—Pan y circo—
A Benito Mussolini no le gustaba mucho el fútbol, pero supo desde el principio que le serviría de excelente propaganda para su régimen fascista. Tras Uruguay 1930, el primer Mundial, ‘Il Duce’ se obsesionó con organizar la segunda edición y no dudó en ejercer la presión que fuese necesaria en la incipiente FIFA. Su objetivo no era solo ser anfitrión de la cita, sino ser el campeón.
El ganador, además, recibiría la Copa del Duce, un trofeo seis veces más grande que la Copa del Mundo que se entregaba en ese entonces.
En una conversación con Giorgio Vaccaro, presidente de la Federación Italiana de Fútbol, le dijo: “No sé cómo hará, pero Italia debe ganar este campeonato”. “Haremos todo lo posible”, le respondió Vaccaro. Pero Mussolini replicó: “No me ha comprendido bien, general. Italia debe ganar este Mundial. Es una orden”. Y así fue.
En el camino, los italianos no dudaron en nacionalizar a cuatro argentinos y un brasileño, pese a que no habían cumplido con el plazo estipulado, ni en comprar el favor de los árbitros que, partido tras partido, beneficiaron a la selección ‘azzurri’.
Primero derrotaron con facilidad a Estados Unidos (7-1). Luego se enfrentaron a España, en un encuentro que fue para el escándalo. El juego brusco y sucio terminó lesionando a siete hispanos, incluyendo al arquero que terminó con dos costillas rotas. El árbitro suizo Rene Mercet no sancionó dos penales para España y no amonestó a ninguno de los jugadores italianos.
La semifinal se jugó con Austria, que fue pitado por el sueco Elkind (el mismo de la final), quien el día anterior había cenado con el propio ‘Duce’ en Milán.
—El bicampeonato—
Cuatro años después, en 1938, y en un claro escenario de preguerra en Europa, Italia buscaba revalidar su campeonato. Tras las críticas por la escandalosa organización anterior, el seleccionador Pozzo tenía la presión de ganar, pero sin la complicidad de Francia, que esta vez era el anfitrión de la cita.
‘Il Duce’ ejercía tal poder que todo el equipo hacía el saludo fascista antes de los encuentros. De hecho, en el partido de cuartos de final ante Francia, la camiseta ‘azzurri’ fue dejada de lado y los jugadores vistieron de negro, en clara alusión a los ‘camisas negras’, la milicia paramilitar que utilizaba Mussolini para reprimir a la población.
Los italianos llegaron hasta la final, donde se enfrentaron a Hungría. Antes del partido, ‘Il Duce’ envió un telegrama de “aliento” a Pozzo. El lema decía solo: “Vencer o morir”.
La selección ganó 4-2 y obtuvo el bicampeonato. Tiempo después, el arquero húngaro Antal Szabó reconoció: “Nunca me sentí tan feliz por una derrota. Le salvé la vida a 11 seres humanos”.