Madrid (DPA). Letizia Ortiz llevaba diez años aprendiendo a ser princesa, los que transcurrieron desde su boda con el príncipe Felipe el 22 de mayo de 2004. Con el ascenso al trono de su marido, la ex periodista se convertirá en la primera reina plebeya de la historia de la monarquía española.
El mayor problema con el que se había topado hasta ahora como princesa de Asturias era que no había libro de instrucciones para ejercer bien como consorte del heredero del trono español. Lo mismo ocurrirá cuando su marido se convierta en Felipe VI.
Para Felipe -como para sus propias hijas, las infantas Leonor y Sofía, de ocho y siete años- su aprendizaje real comenzó de niño. Para ella, que tiene ahora 41 años, arrancó con 31.
Venía de montar en autobús, de poner ella misma la gasolina a su automóvil, de pagar la hipoteca, el recibo de la luz y el del agua. De estudiar en instituto y universidad pública y de trabajar por lograr el éxito profesional en el periodismo.
Hace diez años pasó a engrosar la familia real española con un pasado a sus espaldas: divorciada de un profesor de Literatura que le dio clases en el instituto y procedente de una familia de clase media, sencilla, de madre enfermera y sindicalista y nieta de un taxista. Y de padres también divorciados.
Una trayectoria vital y una procedencia que no gustaron en los círculos conservadores, pero que otros sectores más abiertos de la sociedad española interpretan como un paso en la modernización de la institución, en la que Letizia cobraba hasta ahora unos 102.000 euros brutos al año del presupuesto que el Estado español destina a la Casa del Rey.
Los medios de comunicación españoles y quienes la conocen la definen siempre como perfeccionista: en su trabajo, en su imagen, con su familia. Un perfeccionismo que la ha llevado a trabajar afanosamente por cumplir bien su cometido -al principio recorría La Zarzuela con bolígrafo y cuaderno- y por encontrar su sitio.
Pero ese perfeccionismo parece ser más barrera que otra cosa entre ella y los españoles. Diez años después de convertirse en princesa de Asturias y a punto de ser reina, no termina de sintonizar con ellos.
En las encuestas es la peor valorada del núcleo de la familia real, por detrás del rey Juan Carlos, cuya popularidad comenzó a hundirse con su famosa cacería en Botsuana en 2012. Y eso que no ha protagonizado ningún escándalo y ejerce con corrección su papel institucional, en gran parte por la meticulosidad con la que prepara cada uno de los actos. Pero se la percibe fría, rígida y distante.
Ya no está la espontaneidad de aquel "¡Déjame terminar!" que el 6 de noviembre de 2003, tras la pedida de mano, le espetó al príncipe cuando intentó interrumpirla ante unos 300 periodistas. Los más conservadores interpretaron el gesto casi como una afrenta al heredero, otros como una prueba de su fuerte personalidad.
El protocolo ha limado las formas en una mujer impulsiva y de carácter, pero le ha arrebatado quizá una de las bazas que hubiera podido jugar para acercarse a los españoles.
Siempre ha dicho que su ejemplo a seguir es la reina Sofía, con la que mantiene una relación cordial que se percibe cuando se las ve juntas. De cómo es su relación con el rey Juan Carlos se sabe poco, más allá de los rumores de que es mala desde el principio.
A Letizia se la observa con lupa continuamente. Se le critica su extremada delgadez, su afán por ir a la moda, sus retoques estéticos, entre ellos una operación de nariz en 2008 a la que oficialmente se sometió por problemas que sufría al respirar.
En los actos oficiales los medios están más pendientes de sus modelos -viste solo firmas españolas y Felipe Varela es su modisto preferido- y de sus peinados que de lo que hace. La presión mediática sobre ella es fuerte, aunque fue mayor hasta que aseguró la sucesión al trono con el nacimiento de Leonor.
En lo institucional se identifica con la infancia, la juventud y las enfermedades raras, las causas a las que más se dedica desde que en 2007 tuvo ya agenda propia al margen de la que comparte con su marido. En lo personal ha intentado establecer una línea entre su vida pública y la privada. Y pasó su peor momento con el suicidio de su hermana Erika en 2007, que dejó en ella un poso de amargura.
Sus esfuerzos por intentar tener una vida lo más normal posible detrás de la institucional le valen críticas. Como cuando fue a un concierto de The Killers y se mezcló entre los fans con dos amigas.
Junto al príncipe se va de incógnito al cine cada vez que puede. Y le gusta tener vacaciones íntimas lejos de los focos mediáticos que atrae Mallorca, donde la familia real veranea desde siempre. Eso tampoco gusta. Como reina, tendrá que cambiar algunas cosas.