El grado de Iván Darío. En la imagen, en compañía de sus padres y hermanos. (Foto: cortesía)
El grado de Iván Darío. En la imagen, en compañía de sus padres y hermanos. (Foto: cortesía)
El Tiempo / GDA

Lo último que recuerdo de ese domingo 6 de noviembre de 2016, hace cinco años, es la frase de mi papá: “Listo, ya podemos irnos en paz”. Eran aproximadamente las 9:00 p.m., arrancamos desde Pachavita, Boyacá, rumbo a . Lo siguiente fue despertarme en un hospital, sin poder moverme y con la mente en blanco.

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El accidente ocurrió a las 11 de la noche y ya habíamos recorrido dos horas del trayecto, un poco más de la mitad, pasando por Zipaquirá. El accidente fue por un microsueño, todos nos quedamos dormidos y yo iba al volante. El único que alcanzó a despertar antes del trágico suceso, cuando chocamos con la baranda que divide la carretera, fue mi hermano José, quien iba de copiloto. Él intentó maniobrar el timón, pero fue demasiado tarde.

A pesar del choque, mi hermano siempre estuvo consciente y llamó la ambulancia. La muerte de mis padres fue inmediata. Ellos ya no tenían signos vitales.

Por mucho tiempo me pregunté por qué nos pasó eso a nosotros. Yo no estaba ni cansado ni con sueño ni había tomado. Tampoco era tarde para decir que por eso me quedé dormido, ni siquiera recuerdo haber cabeceado.

De los dos días posteriores (7 y 8 de noviembre) tengo vagos recuerdos. Sabía que estaba en el hospital, pero me mantenía muy aturdido. Mucha gente me visitaba en la Clínica La Sabana, pero no era capaz de razonar que había tenido un accidente. Era como si siguiera dormido.

Me visitaban familiares, amigos, compañeros, profesores de la universidad, vecinos... Eran muchas personas. Le pregunté a mi hermano José qué era lo que pasaba y solo me contó que habíamos tenido un accidente en el carro, que mi perro Jaco había muerto y cuando le mencioné a mis papás, solo respondió: “Tranquilo, están en otro lado”.

El miércoles, tres días después del accidente, empecé a recobrar la conciencia. Entendí que estaba en un hospital, no me podía levantar y estaba conectado. Nuevamente comenzaron a visitarme, pero esta vez en traje de paño, al principio pensaba que llegaban de algún evento, pero empezó a ser extraño cuando todos estaban vestidos igual, jamás se me pasó por la mente que llegaran del velorio de mis padres.

Mi hermano les recomendó no decirme que mis padres habían fallecido porque no sabían cómo iba a reaccionar y era importante que estuviera en camilla y quieto para no comprometer mis piernas.

Hace rato no cuento esta historia y es inevitable no terminar llorando. Ese mismo día, mientras transcurría el velorio de mis padres en Jardines de Paz, mi hermano fue el último en visitarme y le pedí que me dijera la verdad. Le pregunté nuevamente por mis padres, él sintió la responsabilidad de confesar que mis padres habían fallecido en el accidente, y que ese día era su entierro.

Gritaba, lloraba, daba puños, pataleaba, me desesperé… me negaba a pensar que fuera cierto. José, quien es médico, se asustó y les pidió a las enfermeras que me sedaran, eso es todo lo que me acuerdo de ese día. Mi otro hermano, Gerson, tuvo una lesión en la columna y le dieron de alta.

El viaje

Mi mamá cumplía el 4 y yo el 5 de noviembre y por eso era común que hiciéramos un plan ese fin de semana en familia. Ella celebraba su cumpleaños número 54 y yo, 24.

El 5 compartimos una torta, algo muy tranquilo, y siguiendo la tradición, pero lo más simbólico era salir y viajar en familia. Decidimos conocer un nuevo destino que sería Pachavita, en Boyacá, y estar en el festival de parapentes.

Viajamos los 5: mi papá, Pedro Jesús Camero Murillo; mi mamá, Luisa Cecilia Blanco Camero; y mis hermanos Gerson Damián y José Danilo; y mi perro, Jaco.

Además de visitar el pueblo y celebrar nuestro cumpleaños, mis padres iban a pagar una deuda que tenían con un sacerdote. Hace poco habían vendido una casa en Tunja, con la que solventaron todas las obligaciones que tenían y esa era la última.

Disfrutamos los parapentes, había mucha música y gastronomía y probamos de todo, como buenos amantes de la comida boyacense. A pesar de que es un pueblo muy chiquito se movió mucha gente y tenía buen ambiente.

Aunque mis padres eran católicos, no eran de ir a misa todos los días. El sacerdote con el que se iban a ver ese día ofrecía la misa en la iglesia principal de Pachavita y les dio la oportunidad de leer la lectura dominical, algo que no es muy común. Fue un momento muy espiritual.

Ellos pagaron su deuda, dimos un recorrido más y arrancamos de regreso a Bogotá a las 9 de la noche. Yo estaba afanado porque nos montáramos al carro, no quería que se nos hiciera tarde y mis papás estaban muy tranquilos y alegres.

Apenas se subieron al carro, mi papá se sacudió las manos, como limpiándoselas y dijo: “Listo, ya podemos irnos en paz”. Es la frase que más recuerdo. Ambos estaban felices de pagar su última deuda.

Creemos que ese gesto es porque ellos estaban preparando todo para despedirse y dejarnos seguros.

Celebración de mis 25 años, un año después del accidente. (Foto: cortesía)
Celebración de mis 25 años, un año después del accidente. (Foto: cortesía)

Recuperación en la clínica

Aunque mi diagnóstico era complicado, había la esperanza de que con la cirugía pudiera caminar de nuevo. Me había fracturado la columna vertebral, por aplastamiento, de la L 1 a la L 3, mis vertebras estaban completamente quebradas y tenía que guardar reposo.

El jueves, al día siguiente del entierro de mis padres, fue la cirugía. La intervención fue todo un éxito y me dijeron que era importante que estuviera quieto. Estuve en recuperación y comencé a caminar poco a poco, la espalda la sentía adolorida y los pies no reaccionaban bien, pero con el tiempo fueron ganando fuerza.

El lunes, una semana después del accidente, me dieron salida y estuve en la casa en reposo. Me recomendaron que siguiera caminando para que me recuperara y me adaptara de nuevo. Salía a caminar al parque donde sacaba a mi perro Jaco; en realidad iba solo porque quería darme ese espacio a solas y sentía que tenía mucho que llorar y pensar.

Iván Darío Camero y su perro, Jaco. (Foto: cortesía)
Iván Darío Camero y su perro, Jaco. (Foto: cortesía)

Jaco fue mi primer perro y era mi fiel compañero. Era un ‘criollito’, adoptado con 1 año de edad. Me lo entregaron el 6 de noviembre de 2015, para mi cumpleaños, justo 1 año antes del accidente.

Para ese momento vivíamos en una casa propia en Fontibón. Y mi hermano mayor, quien vivía con su esposa en Madrid (Cundinamarca), decidió irse a vivir con nosotros y acompañarnos.

Cuando me dieron de alta lo primero que hice fue ir a dormir y al día siguiente, al despertar, escuché ruidos en la cocina. Pensé que era mi mamá, pues era normal escucharla todas las mañanas lavando o cocinando. Me levanté con dificultad, emocionado, olvidando el accidente por completo, algo dentro de mi guardaba la esperanza de que siguiera con vida y que todo fuera una pesadilla. Me autoengañaba y recibí un nuevo choque con la realidad cuando vi que eran mi hermano y su esposa.

Estuve todo el día acostado en la cama y llorando, tratando de interiorizar lo que había sucedido.

Pero, poco a poco, mis hermanos, familia y amigos me dieron la fuerza para seguir. Llegaría la primera Navidad que teníamos que aprender a sobrellevar solos. Hasta diciembre pude caminar normalmente y aunque me costaba estar de pie y sentía el dolor en la espalda, los pasos eran cada vez más firmes.

Recuerdos

Primera Navidad de los hermanos Camero Blanco sin sus padres. (Foto: cortesía)
Primera Navidad de los hermanos Camero Blanco sin sus padres. (Foto: cortesía)

En las caminatas al parque cerca de mi casa comencé a recordar ciertos momentos del viaje y les preguntaba a mis hermanos si era cierto. Me cuestionaba cómo era posible que haya hecho un trayecto de dos horas y no recordara nada.

El 31 de diciembre de ese 2016 nos invitaron a una finca en Villanueva, en Casanare, y teníamos que hacer el mismo recorrido de ese día a Pachavita. Durante el trayecto, lo único que hacía era mirar la carretera y el paisaje, pasamos varios túneles y empecé a recordar que bromeábamos en familia. Volvieron a mi mente sus risas, los chistes, ese era el momento que me faltaba para hacerme a la idea de lo que ocurrió. Pero pasar esos túneles ya no me daba la misma felicidad que la primera vez, sentía escalofríos.

También recordé que en el camino hicimos dos paradas para estirar un poco y que, en un control de la Policía, me hicieron una prueba de alcoholemia que dio negativo. En efecto, no habíamos bebido nada.

Quedan muchos recuerdos, pero más allá de eso uno piensa en las cosas positivas y en el hecho de que nosotros, como hermanos, nos hemos unido mucho. Hemos viajado a Antioquia, Boyacá, la Costa, al Llano y nos quedan más destinos por descubrir. Hemos sido ejemplo para otros amigos que también han perdido a sus padres. Y el hecho de que las personas conozcan nuestra historia, también los llena de fuerza para entender que sí se puede salir adelante y volver a seguir la vida.

La familia Camero Blanco

Grado de Iván Darío como diseñador gráfico. Acá, en compañía de sus padres. (Foto: cortesía)
Grado de Iván Darío como diseñador gráfico. Acá, en compañía de sus padres. (Foto: cortesía)

Mis padres, Pedro Jesús Camero Murillo y Luisa Cecilia Blanco Camero, eran primos lejanos; por eso compartían uno de los apellidos. Ambos nacieron en Boyacá, pero se criaron en Chía, donde comenzaron a salir y formalizaron la relación cuando mi papá comenzó su carrera como policía.

A ellos nunca les gustaba decir su edad, se lo tomaban como broma y simplemente respondían: “Aún estamos jóvenes”. Al momento del accidente mi papá tenía 56 años y mi mamá acababa de cumplir 54.

Mi papá alcanzó a llegar al cargo de sargento mayor. Cuando se pensionó tuvo el tiempo suficiente para compartir con nosotros y hacer más viajes.

Por mi parte, recuerdo que ese 2016 pasaron muchas cosas positivas: me gradué de Diseño Gráfico en la Fundación Universitaria del Área Andina, tuve la primera experiencia laboral y logré el tiempo valioso de viajar con mis padres y ser más unidos. Recuerdo las conversaciones con mi madre sobre mis metas, el seguir estudiando y los momentos en los que ayudaba en los quehaceres de la casa.

De mis padres tengo los mejores recuerdos. Su cara de orgullo y felicidad cuando me acompañaron al grado, en agosto de ese año. Estaban felices de que se acercara mi grado porque en el colegio era el más terco e indisciplinado, al que siempre le iba mal y mi objetivo fue demostrarles que sí podía.

Iván Dario y sus hermanos. (Foto: cortesía)
Iván Dario y sus hermanos. (Foto: cortesía)

José, entonces de 22 años, estaba estudiando Medicina y mi hermano menor, Gerson, para ese momento de 20 años, cursaba Estudios Literarios. Ambos en la Universidad Nacional.

Como le prometí a mi mamá, terminé la especialización en Animación en la Universidad Nacional, sigo trabajando, ahorrando y con muchos otros sueños por cumplir.

Los recuerdos siempre están, pero si algo queda claro es que debemos seguir sonriendo como ellos lo quisieron. Todos estos años me han servido para sanar, liberar todo el dolor y los sentimientos de culpa y la meta de continuar con mi vida.

IVÁN DARÍO CAMERO BLANCO*

*Este texto contó con la construcción periodística e investigación de Angy Alvarado Rodríguez (@angyalvarador), periodista de El Tiempo.

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