La tarde en que Yinet Trujillo, de 28 años, se fue a la guerra tenía un cuaderno repleto de dibujos que le quitaron las Farc al salir de su pueblo Remolino Alto de Orteguaza (Caquetá). Era el 12 de marzo de 1998, recién había cumplido 12 años y fue uno de los 43 niños que la guerrilla se llevó a la selva.
Ese día se despidió de sus seis hermanos menores a los que cuidaba desde que su mamá, debido a la grave situación económica, buscó trabajo en otra región. Ella cocinaba, aseaba y soportaba los maltratos de su padrastro. Todo cambió cuando integrantes del Tercer Frente de las Farc pasaron por su casa.
“Dijeron que necesitaban dinero y que los campesinos que no podían pagar debían dar un hijo por tres meses. Como la situación en mi casa era muy dura pensé que tomarme ese tiempo sería como un descanso”, recuerda.
Al terminar ese periodo cargando víveres y abriendo trocha en el monte, reunieron a los niños que habían sido retenidos y les dijeron que no se podían ir: “Debido a la información que tienen de campamentos, caras y nombres ¡les damos la bienvenida a las Fuerzas Revolucionaras de Colombia!”. Es la frase que a Yinet se le viene a la memoria de su primer día en la guerrilla.
Ahora su vida muy diferente. Tiene dos niñas de 8 y 6 años de las que habla todo el tiempo y trabaja en una de las oficinas de la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR). Allí se encarga de informar de las nuevas ofertas de empleo a los desmovilizados. Ella los cita, los escucha y si es necesario les da ánimo para que continúen en su proceso de reintegración.
“Como soy excombatiente conozco las dificultades de volver a la vida civil. La gente no lo sabe pero su vecino o el vigilante pueden ser desmovilizados. Ellos tienen también las mismas capacidades de cualquier persona”, dice Yinet, quien hace visitas a dueños de empresas para convencerlos de que vinculen a desmovilizados en sus negocios.
“Es una tarea difícil, pero el empresario tiene que entender que nunca va a recibir a personas recién llegadas de la selva. Con cada uno se hace un proceso, se le educa y se le da la mano”, agrega.
Ella entiende cuando otros desmovilizados temen pedir permiso en su trabajo para asistir a las reuniones en la ACR o cuando les preguntan por referencias profesionales en su hoja de vida. En su opinión la discriminación de la sociedad es el principal problema.
“Cuando se sale de un grupo uno tiene pánico de que lo juzguen y lo rechacen. El mayor miedo es contar el pasado y recibir críticas. Pero cuando uno lo deja es como cuando un preso sale libre. Es empezar a sostenerse solo y proyectarse un futuro”.
CONTAR EL PASADO
Yinet usa tacones, minifalda y se retoca el maquillaje frente a un espejo de mano. Confiesa que es vanidosa: “No puedo salir sin maquillaje de la casa”, dice entre risas y cuenta que estar en las Farc era someterse a situaciones terribles: la crudeza de los combates, la mala alimentación, la incertidumbre de que alguien del grupo la traicionara y los abortos de sus compañeras.
“La cifra de mujeres que murieron por quedar embarazadas o negarse a cumplir una orden era altísima. Lo irónico es que de los doce años que estuve en el grupo morían más a manos del comandante que en combate. La mujer es la que lleva todo el peso de la guerra, es la que mandan a sacarles información a los militares, la que mueve armamento por carretera. ¡La mujer es la que se arriesga todo el tiempo!”.
En esos momentos, cuando necesita reconfortarse, recuerda una anécdota en la guerrilla que le ha servido para seguir adelante.
“Fue en un combate en el Meta. Yo corría desesperada, nos atacaban muy duro y el fusil se quedó atascado en una rama, lo jalé y me sentí en el aire. Cuando abrí los ojos estaba boca arriba sobre una roca y ahí me quedé por tres días hasta que fueron por mí. Pero aquí estoy caminando”, relata Yinet.
Se pasa las manos por la espalda y describe el dolor que le produjo el golpe. “Era una caída por un barranco como de doce metros. Luego volví al lugar y me di cuenta de que estaba viva de milagro”. De la experiencia le quedó la certeza de que ya era hora de abandonar las Farc y una hernia discal que aún controla con medicamentos.
Por eso una noche cuando una compañera le propuso desertar ella lo hizo sin pensarlo. “Nos volamos, ella se quedó en un pueblo y yo tomé un bus hasta Armenia. No sabía dónde estaba”, recuerda Yinet.
Allí la acogió una familia que la entregó en el Instituto de Bienestar Familiar (Icbf). Tenía 16 años y comenzó a estudiar y a retomar una vida normal. Pero una mañana cuando iba al colegio, guerrilleros de civil la rodearon, le dijeron que habían matado a varios de sus familiares y secuestrado a su mamá y la obligaron a permanecer en el grupo.
En Armenia pasó otros cuatro años como informante urbano para el Tercer Frente de las Farc: cargaba paquetes, hacía seguimientos y notificaba cualquier novedad a su comandante.
A mediados de 2005, ya con 19 años, recibió la noticia que le cambió la vida. Había pedido una cita médica y le avisaron que tenía tres meses de embarazo. Cuando nació su hija la ocultó como pudo en la habitación que le pagaba el grupo guerrillero. Meses más tarde ella y otros milicianos cayeron en un operativo de las autoridades. “Ellos me dieron la opción de desmovilizarme y dije que sí, porque quería vivir en paz con mi hija. Por eso entré al programa de la ACR”, agrega Yinet.
COMENZAR DE CERO
Con su primera hija en brazos inició su proceso de reintegración, se mudó a Florencia (Caquetá) y consiguió trabajo en un salón de belleza. Se reencontró con su mamá y su familia, compró muebles en la pieza que había arrendado, pero la creciente de un río cercano se lo llevó todo. Ahorró y en 2008 se mudó a Bogotá donde continúo su reinserción.
En la capital tuvo una pareja y dio a luz a su segunda hija. “Yo solo quería ser madre por segunda vez”, dice Yinet. Comenzó dos cursos técnicos, uno en sistemas y otro en enfermería, y en 2011 culminó el proceso para volver a la sociedad. Cuando salió, al igual que otros desmovilizados, aprendió lo duro que es empezar de cero y sentir el miedo al rechazo y a contar su pasado.
“Fue un año muy duro, hice de todo para mantener a mis niñas, pero llegué a un punto en el que sentía que ya no podía avanzar más”, recuerda Yinet. Su situación cambió cuando Vicente Serrato, la persona que estuvo a cargo de su proceso de reintegración, la llamó y le preguntó que si quería trabajar en la ACR.
“Desde el comienzo me interesó su proceso porque vi en ella un potencial que ha explotado en su trabajo actual. Luego me comentó que no tenía un trabajo estable y cuando surgió la posibilidad la llamamos”, cuenta Serrato.
Así mismo Eunice Esquivia, psicóloga y actual jefe de Yinet, resalta su tenacidad para sobreponerse a los problemas. “Ella tiene una alta resistencia al fracaso, cuida de sus hijas y ha vuelto a estudiar. Se destaca porque les aporta a otras personas y las ayuda, como hace con otros excombatientes”.
Además de su trabajo en la ACR, Yinet se encarga de coordinar a niños de un grupo de baile al que acompaña en sus ensayos y presentaciones y que es apoyado por la Agencia. También se ha vuelto costumbre verla rodeada de un sonidista, un camarógrafo y una directora de arte que, desde diciembre pasado, la siguen a todas partes. Están grabando un documental sobre su vida que podría estar listo a mediados del otro año.
Ella también espera publicar una novela biográfica que cuenta su vida desde la niñez hasta que dejó las Farc. En el proyecto trabajó con el corrector de estilo Rafael Sánchez, con quien se reunió varias veces a la semana para concretar apartes del texto. “Ambos estructuramos las escenas e ideamos como contar las situaciones”, comenta Sánchez.
Son casi 120 páginas que Yinet recorre de un tirón en la pantalla del computador de su oficina. Enseña con orgullo los dibujos hechos por ella misma y que harán parte del libro. Son trazos que recuerdan montañas, campamentos y escenas de combate. “Eso era mi pasado”, dice mientras agarra dos retratos en los que aparecen sus hijas: “Ahora ellas son mi presente y futuro, son mi vida, son mi todo”.
Fuente: El Tiempo de Colombia