Sara Jineo está todavía indignada por lo que pasó cuando llevó a su hijo Camilo en 1988 al hospital de Temuco, en el sur de Chile, cuatro días después de dar a luz.
"Me engañaron", cuenta. "Me hicieron ir al hospital y dijeron que le harían un análisis de sangre a mi bebé".
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Pero la mujer que tomó a Camilo de los brazos de su madre nunca lo trajo de vuelta. “Busqué por todo el hospital y cuando salí y pedí ayuda a un policía, me miró, se rió de mí y me dijo que estaba loca”, recuerda.
Sara todavía vive en Temuco y ha buscado a su hijo durante 30 años. Está convencida de que se lo llevaron a un país extranjero.
Cuenta que un taxista le dijo que una mujer había llevado a un bebé llorando al aeropuerto el mismo día en que Camilo desapareció. Aparentemente, el niño estaba envuelto en la misma manta con que ella lo había cubierto.
Pero su historia no es la única. Sara es parte de una generación de madres y niños chilenos que intentan encontrarse tras ser separados forzosamente durante el gobierno militar de Augusto Pinochet entre 1973 y 1990.
Muchas de las madres, incluyendo a Sara, eran mapuche, la población indígena más grande de Chile.
Representan el 7,5% de un total de 17 millones de habitantes del país. En su mayoría viven en zonas rurales pobres del sur y dicen que son tratados como ciudadanos de segunda clase, sin acceso a su tierra y su cultura.
Aumento de casos
Aunque la adopción ilegal no comenzó durante los años de Pinochet (y muchas ya ocurrían en la vecina Argentina), el número de separaciones forzadas aumentó significativamente bajo su mandato y tenían un objetivo específico.
El gobierno quería eliminar la extrema pobreza, particularmente entre los niños. La estrategia era sacar a los niños del país, dice Jeanette Velásquez, trabajadora voluntaria del grupo Hijos y Madres del Silencio.
Velásquez afirma que trabajadores sociales, monjas, abogados y agencias internacionales de adopción estuvieron involucrados en la operación secreta en la que se enviaban bebés a países desarrollados como Holanda, Estados Unidos, Suecia y Alemania.
“Algunas mujeres me cuentan horribles historias sobre cómo estaban dándole el pecho a sus bebés cuando se los arrancaron de los brazos. Hubo mucha violencia”, dice.
En otros casos, la presión fue más psicológica. Trabajadores sociales le decían a las madres que eran muy pobres para mantener a sus hijos, o que ya tenían muchos como para criar otro.
Las madres solteras eran quienes más recibían estas presiones.
Algunas mujeres fueron forzadas a firmar documentos que no entendían. A otras les dijeron que sus hijos habían muerto.