Aquél día Olga Díaz (63) terminó con cinco cuchilladas: en el cuello, el pecho, el brazo, antebrazo y espalda.
Se las asestó su marido, Luis Palavecino, con quien estuvo 36 años casada.
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Fue el último de los ataques de un hombre a quien había denunciado, pero del que la Justicia de Argentina no protegió.
Aunque a punto estuvo de morir desangrada, Díaz salió adelante, se recuperó tras meses en el hospital y una larga rehabilitación para volver a aprender a caminar, a hablar, hasta a comer, y él terminó en la cárcel.
Este es el relato de la primera mujer víctima de violencia de género que el Estado argentino debe indemnizar, el de una sobreviviente que ahora lucha para que otras no pasen por lo mismo.
Estuve 36 años con él. En los primeros 20 años viví con "una buena persona". Con mis hijos fue un excelente papá.
Eso les cuesta entender a mis hijas, porque no hay nada para reprocharle. Con mi hijo sí hubo enfrentamientos. Mi hijo es gay. Y él nunca toleró lo que mi hijo sentía o su conducta.
Ahí empezaron los problemas, porque él me decía que yo lo amparaba. Y yo le decía: “Yo acepto lo que mi hijo es. Ante todo es mi hijo”.
El primer ataque
En 2002 empecé a sospechar que él estaba viendo a otra persona.
Luego vino la prueba.
La chica con la cual él salía, de 18 años — ellos tenían en aquel momento 45—, me llama por teléfono y me dice: "Usted es tonta, ¿no se da cuenta de que él está conmigo?".
Mi reacción no fue muy buena. Pero cuando le planteé el engaño, las salidas, las infidelidades… y se vio al descubierto, tomó todas mis prendas, el auto y les prendió fuego.
Además me rompió los vidrios de las ventanas, muebles, el microondas, televisores... y todas las cosas de la casa las arrojó a la calle.
Mientras tanto llegó la policía, los bomberos, el juez… Y él se fue de la casa.
Con los días traté de ponerme fuerte. Empiezo a ver en qué yo había fallado.
Tenemos cuatro hijos, y tal vez por estar educándolos pude haberlo dejado a un lado. Me planteaba todas esas situaciones. "Pensará que no lo quiero", me decía.
Me sentía culpable.
Ese sentimiento se reforzó con la que algunos familiares le repetían.
La abuela —la mujer que crió a Olga—, que vivía con nosotros, me decía: "Esto es muy normal, los hombres siempre buscan… Pero vos tenés que pensar que es el padre de tus hijos. Él nunca te hizo faltar nada. Vos lo tenés que perdonar".
Y una de mis primas me decía: "Él siempre estaba atento a lo que vos querías, nunca le faltó nada a los chicos. Realmente es sorprendente lo que hizo. Fijate qué es lo que hiciste para llevarlo a él a esta situación".
Así que, por un lado me sentía culpable, pero por el otro me preguntaba: "¿Por qué, si yo no hice nada?". Tenía tantas dudas…
Terminé denunciándolo.
Hice todo lo que correspondía. Pero me llamaron unas dos veces y nunca más me citaron.
Busqué ayuda psicológica. Hice terapia para ver cómo salir de esta situación, cómo seguir con mis hijos sola y afrontar todo esto.
Cuando se lo conté a la psicóloga, lo primero que me dijo fue: "Qué extraño que después de tantos años él despertara. Estuvo durmiendo con el enemigo".
Me dio escalofríos escucharla. Esa psicóloga en vez de darme aliento me estaba hundiendo.
Fui a dos lugares más y fui rechazada.
Después entendí que no hay una formación para ayudar y estar en empatía con la persona que está sufriendo y que no sabe cómo salir adelante.
En ese tiempo él me pide disculpas. Los chicos lo ven… y yo me dije a mí misma: "A la gente hay que darle una oportunidad. Vamos a tratar de remontar y salir adelante".
Así que volví a estar con él.
Segundo ataque
Pasó el tiempo y él volvió a mostrarse amoroso, una persona correcta. Hasta aceptó ir conmigo a la iglesia, aunque teníamos nuestras diferencias sobre lo que se debía usar o decir de acuerdo a la religión.
Parecía el hombre perfecto, el que cambió, el que Dios había tocado.
Muchas veces yo desconfiaba. “¿Hasta cuándo le va durar esto?”, pensaba.
Un día, la madre de una chica de la iglesia, también de 18 años, me llamó diciéndome que había tenido relaciones con su hija.
Cuando le planteé que se había terminado, que esta era la segunda vez (que ocurría) y que no había marcha atrás, él me tomó de los brazos y me dijo:
"Si vos me echás, me denunciás o hacés cualquier cosa vas dos metros bajo tierra y Antonella (que en entonces tenía 6 años) va a un orfanato. Yo voy a la cárcel, casa y comida no me va a faltar, pero vos no vas a joder a nadie más".
Él es un hombre grande de unos 1,86 metros. Yo soy de una complexión normal, de 1,60. Los brazos me los dejó bien marcados.
Y le creí. Le creí que lo iba a hacer porque me lo dijo muy en serio, muy enojado.
Miré a mi hija y pensé: “Primero te termino de criar, que sos la menor, y después veremos qué pasa”.
Así que seguí viviendo con él, aunque yo dormía en el living, y él en mi dormitorio.
(Digo mi dormitorio) porque la propiedad es mía. Tuve que ceder hasta en eso. "De acá no me vas a sacar", me decía.
Yo soy secretaria de médicos, pero él no trabajaba. Había trabajado hasta 2001 en empresas de recolección de residuos. Nunca supe si lo echaron o renunció. (Lo que sé es que nunca) más quiso volver a trabajar. Me dijo: "Vos me vas a mantener".
Yo lo único que pensaba era que tenía una hija que criar, porque mi hija mayor ya estaba casada, Esteban ya había terminado la secundaria, y la tercera a los 17 años se embarazó porque no quería saber más nada de la situación y se casó, aunque luego se divorció.
Seguí así hasta el 12 de diciembre de 2016, cuando discutimos porque yo ya me sentía muy cansada y agobiada.
"¡No va más. Vos pasás a dormir en el living y yo en el dormitorio!", le dije.
Fue cuando me volvió a amenazar de muerte.
"¡Vos me lo volvés a decir y esta noche te cuelgo del ventilador y no me vas a joder nunca más!"
Y me escupió.
"No me escupas. Yo te estoy tratando bien. No te estoy insultando. Esto ya no va más. Esto hace años que no funciona", le dije.
Tomé a mis dos nietas que estaban de visita, agarré unas pocas prendas mías y me fui de la casa.
Lo hice porque dije: “Éste hoy me termina matando”.
Fui a dejar a las nenas con su mamá. Mi hija me pedía que me quedara con ellas. Me decía que iba a ir a hablar con él.
No. Yo no quería que nadie interviniera en esto. El problema era entre él y yo.
Tenía bronca, odio… El enojo más grande era hacia mí misma por haber permitido todo aquel tiempo que esta persona fuera tomando posición en un lugar que no le correspondía.
Me quedé con mi hija unos días, y luego mi hijo me consiguió un hotel.
Denuncias
Eran vísperas de fin de año de 2016 y cuando fui a la Oficina de Violencia Doméstica (OVD) para hacer la denuncia, vi tanta gente que decidí dejar pasar las fiestas.
El 2 de febrero había quedado con mi hija Antonella en que me iba a traer la ropa que había dejado en la casa.
Sonó el timbre de la oficia y era ella, llorando con su bebé.
"Mamá, me quiso ahorcar porque te quise traer tu valija", me dijo.
En ese momento llamé a la línea de violencia contra la mujer y pregunte dónde me tenía que dirigir para hacer la denuncia.
Yo sabía lo que se venía, pero este hombre no le iba a poner una mano (encima) más a nadie. A nadie.
Esa misma tarde, en la OVD había otra vez tanta gente para hacer la denuncia que me atendieron a las dos de la mañana.
Cuando me tomaron la denuncia, pasé por las psicólogas y las sociólogas. Y ahí decidieron que el caso salía para un juzgado civil y otro penal, por la amenaza de muerte.
A la mañana siguiente llevé todos los papeles para que el juez diera la orden de la exclusión de la vivienda, y yo pudiera volver. También que me diera la perimetral (restricción de acercamiento a la vivienda), el botón antipánico (para denunciar una agresión). Incluso había pedido una policía en la puerta de mi casa… Pero todo me lo negaron.
"Señora, después de 36 años… ¿qué le va a decir a sus nietos? ¿Que la abuela lo echó de la casa? Pero pobre hombre", me dijo la secretaria del juzgado.
Acto seguido lo llamó por teléfono delante de mí y le dijo: “Su señora está acá para echarlo de la casa. Véngase mañana y hacemos una mediación. Y todo va a quedar bien”.
Ese momento se me quedó grabado: cómo ella como mujer me miró y me dijo eso.
No podía creer lo que me estaba pasando. Yo sabía que si él me veía, me mataba.
Uno de mis jefes me consiguió un grupo de abogados. Les conté la situación y me aconsejaron que no me presentara (a la mediación del día siguiente), porque si en la Oficia de Violencia Doméstica se determinó que él tenía que abandonar la casa, la custodia y todo lo que yo pedí, ella (la secretaria del juzgado) no podía negarse.
Cuando volví con mis abogados al juzgado, la secretaria les dijo lo mismo.
"Perdone Olga, pensábamos que con el nerviosismo, por su estado, estaría exagerando. Pero hoy comprobamos que lo que usted dijo es verdad. Esta señora está desubicada", me dijeron los abogados.
Tenga tres meses de casada o 36 años, cuando hay amenaza de muerte no importa el tiempo.
Entonces tuvimos que hacer toda la denuncia otra vez.
Desde el 2 de febrero hasta el 24 de ese mes hubo muchas idas y vuelta de llevar papeles a los juzgados y volver a pedir audiencias para que se cumpliera lo que la OVD había determinado.
Recién el 4 de marzo él fue retirado de la propiedad. Y yo volví a mi casa, pero no me otorgaron los otros pedidos (perimetral, custodia policial), porque vuelve a tocar el mismo juzgado. Y esta mujer no me volvió a dar nada. Solo la exclusión.
El 24 de marzo de 2017, él me atacó. Lo hizo a plena luz del día y en la puerta de mi casa.
El ataque final
Yo desperté el 7 de abril, en el Hospital General de Agudos Dr. Ignacio Pirovano de la Ciudad de Buenos Aires. Estuve 15 días inconsciente.
Lo que sé es lo que leí en la historia clínica y en la causa. Porque hasta el día de hoy no me acuerdo de nada.
Lo que recuerdo es que él le pidió a un vecino herramientas y parte de su ropa que había quedado en casa.
Hablé con los abogados para ver si se lo podía dar y me dijeron que si había una tercera persona que se lo llevara, no había problema.
El vecino aceptó. Entonces preparamos con mi hijo un bolso con las cosas, y cuando estábamos en la vereda ayudando al vecino a cargarlas, él apareció bruscamente, me agarró del cabello, me puso contra la pared y me clavó un cuchillo o un puñal en el cuello.
Después me lo clavó en el seno, en el brazo, antebrazo, y en la espalda.
Al vecino lo tiró al piso, y mi hijo gritó.
"Ahora te toca a vos", le dijo a mi hijo.
Otro vecino salió y le gritó: "¡No seas loco! ¿Qué estás haciendo!".
"¡No voy a dejar a nadie de testigo!", insistió.
La gente del barrio empezó a salir por el grito de mi hijo. Y yo mientras tanto me estaba desangrando.
Recuperación
Estuve 45 días en terapia intensiva.
Cuando me despertaron, recuerdo la sonrisa del médico. Me miré y pedí perdón, entrecortada, porque no podía hablar por la traqueotomía.
Yo estaba toda "cableada" y ahí me explicaron lo que había sucedido. Me puse muy mal, me quise arrancar los cables y me volvieron a sedar.
Así que luego me empezaron a contar la historia de otra manera, para que lo pudiera procesar más tranquila.
Y progresivamente me fui recuperando.
Estuve internada hasta julio de 2017, porque tuve una trombosis. Los médicos tuvieron que hacer un bypass supraclavicular; sacarme una vena de la pierna para ponérmela en el cuello.
Tuve que hacer rehabilitación para volver a aprender a caminar, hablar, hasta para poder comer.
Protesté: "Este hombre está bien y miren yo como quedé", dije.
"Pero vos podés seguir viviendo y sos libre. Él ya no es más libre. Él perdió lo más valioso que tiene una persona", me dijo una de mis hijas.
Y es verdad.
De a poco me volví a conectar con el trabajo, a integrarme en todo, a volver a ser la Olga que era antes.
Pero sin culpas, eso sí. Ya no más culpas. Yo no quería que este hombre tocara a nadie más.
Si me tocara otra situación así, volvería denunciar. Y más cuando se trata de los hijos, porque ahí le sale a una la leona que tiene escondida.
Me enfrenté a un Goliat (que pensé que) no podía derribar, pero lo pude hacer.
El 6 de diciembre de 2017, el Tribunal Oral en lo Criminal y Correccional 21 de la Capital Federal condenó a Luis Palavecino a 20 años de prisión por tentativa de homicidio agravado y violencia de género.
Cuando terminó el juicio, lo primero que le dije a los abogados fue: "Si yo vivo es por algo y quiero ayudar a otras mujeres".
"¿Qué podemos hacer para que lo a que a mí me sucedió no vuelva a suceder".
No quiero que otra mujer vaya a pedir auxilio y sea tratada como yo fui tratada.
Me empecé a juntar con representantes de organizaciones internacionales que defienden los derechos de las mujeres, el Ministerio del Exterior y la policía de la ciudad de Buenos Aires para ver qué cambios y nuevas prácticas se podían adoptar para que aquello no volviera a pasar.
De ahí surgió el convenio que se firmaría el 23 de octubre de 2019.