“Acabemos con esto ya. No podemos volver, no nos dejarán en paz, entreguen su vida con dignidad”. Las inquietantes palabras con que el pastor religioso Jim Jones se dirigió a los integrantes de su secta cobraron aterradora realidad el 18 de noviembre de 1978 en un remoto paraje tropical de Guyana, cercano a la frontera con Venezuela.
Lo ocurrido ese día cuenta como el más grande suicidio colectivo de la historia: 913 personas, en su mayoría estadounidenses arrastrados hasta allí por el discurso trasnochado del paraíso socialista prometido por Jones, murieron tras beber un coctel mortal de zumo de uva con cianuro.
La historia de Jonestown, bautizado así en honor a su promotor, empezó en 1974 cuando el reverendo Jones compró 1.500 hectáreas en la selva guyanesa.
La secta El Templo del Pueblo, fundada por él dos décadas atrás en su natal Indiana, ya contaba entonces con casi 3.000 fieles y había trasladado su sede principal a California.
Las denuncias de explotación laboral, de golpizas al interior del culto y del manejo turbio de las finanzas pusieron los focos de la prensa sobre El Templo del Pueblo y su mesiánico líder.
Al tornarse más crítica la opinión pública contra él, Jones halló la solución en el alejamiento de Estados Unidos. Escogió Guyana porque allí se hablaba inglés y porque el gobierno de ese país acababa de proclamar la República Cooperativa de Guyana, concordante con sus ideas socialistas.
Desde 1976, Jonestown empezó a poblarse con hombres, mujeres y niños. El supuesto paraíso multirracial con que soñaba Jones cobraba forma en esas granjas comunitarias cuyo objetivo era la autarquía agrícola.
Pero aquel espacio, pensado originalmente para albergar a unas 300 personas, se desbordó con la afluencia de súbditos sometidos a los dictados de su caudillo.
Cerca de 1.000 integrantes del culto se apiñaban allí en 1978. Casi la mitad de ellos eran afroamericanos. Familias enteras, rescatados de la calle y drogadictos en proceso de rehabilitación compartían un espacio en el que la alimentación era cada vez peor y la convivencia más complicada, aunado ello a la conducta errática del reverendo.
–El terrible desenlace–
Hasta EE.UU. llegaron noticias sobre abusos sexuales de mujeres de la secta por parte de Jones, palizas a los descontentos y torturas a los niños. Fue entonces que el congresista Leo Ryan, acompañado por varios periodistas, viajó hasta la jungla guyanesa para comprobar las denuncias.
Jones recibió a los visitantes en medio de una fiesta llena de cánticos, rezos y aplausos frenéticos de los fieles. Todo simulaba una armonía perfecta, y el predicador, en principio reacio, habló con la prensa.
“Era un ser irracional, sus respuestas no eran coherentes, su discurso era el espectáculo de alguien al borde de la locura, estaba al límite”, declaró Charles Krause, reportero de “The Washington Post” que iba en la comitiva de Ryan.
Al día siguiente, el legislador decidió regresar a EE.UU. y con él fueron varios desertores decepcionados de la vida en Jonestown, lo cual fue tomado como una traición imperdonable por el pastor.
Nunca partieron: antes de subir a la avioneta que los sacaría de allí rumbo a Georgetown (la capital de Guyana), Ryan, tres periodistas y un desertor fueron asesinados. Ello precipitó la catástrofe.
Jones reunió a los suyos y plasmó el “suicidio revolucionario” del cual había dado pistas. Él también apareció muerto. No lo mató el cianuro, sino una bala de escopeta en la sien.