En el Perú se puede morir muchas veces. Te mueres de hambre, de miedo, de frustración. Luego, ya muerto de verdad, vuelves a morir todas las veces que alguien necesita que así suceda. Te mueres muerto, como se dice en contextos menos funestos.
El ciudadano Víctor Santisteban murió para la ciencia médica y el registro público la noche del 28 de enero. Un elemento contundente duro, descripción para los anales de la historia de nuestra violencia le impactó en la cabeza produciendo pérdida de masa encefálica. Su historia, 55 años vividos, acabaría a las pocas horas en un hospital donde nada más se pudo hacer por prolongarla.
En medio del absurdo letal que impone el dominio de la violencia, sus recuerdos, afectos y lazos terrenales quedaron interruptos por una razón difusa e imprecisa. Con todo respeto por la pérdida, morir por la liberación de un expresidente corrupto suena a un sacrificio inútil. Aníbal Torres parece tener esto claro. Eso explica que mientras sus huestes arriesgan su vida y la ajena en las calles, él aprovecha los días de verano para hacerse una manicure.
El asunto es que a los pocos minutos el muerto volvió a morir. Esta vez en las redes sociales, ese vertedero tóxico de carencias emocionales no resueltas. En esta nueva muerte un médico activista aseveraba que el fallecido había recibido un impacto de bala, convirtiendo su desaparición en un homicidio político, premeditado, alevoso y ventajista. El consabido cortejo apresurado y emocional de condena y vilipendio no se dejó esperar.
Con la fuerza gravitacional de la bola de nieve que antecede una avalancha, el balazo inexistente generó su propio algoritmo, extrapolando indignación e ira inversamente proporcional al conocimiento de los hechos. Además, si lo del balazo lo repetía la prensa extranjera, confirmación sacrosanta del sesgo personal, no había más que discutir. Nos encanta que nos confirmen nuestras propias opiniones.