El Ejecutivo propone promover la inversión en infraestructura como un instrumento crítico para reactivar la economía en el corto plazo y mejorar la competitividad en el mediano plazo. Se planea movilizar inversiones por US$70.000 millones hasta el 2021, un esfuerzo sustantivo para reducir la brecha en infraestructura de US$160.000 millones estimada por la Asociación para el Fomento de la Infraestructura (AFIN), e identificada por el Foro Económico Global como el tercer principal lastre de la competitividad, después de la ineficiente burocracia estatal y las restrictivas regulaciones laborales. La propuesta es loable, pero genera dos interrogantes que destacan.
¿Quién invertirá y cómo financiaremos dicho esfuerzo? Hay consenso de que el Estado, solo, no podrá hacerlo. Pero gran parte de la inversión privada requerida buscará que el Estado financie parte de los riesgos. Durante la campaña presidencial, Fuerza Popular apoyaba el uso del fondo de estabilización fiscal y, recientemente, AFIN propuso limitarlo a 3% del PBI, y usar el exceso sobre dicho monto. El gobierno, en cambio, consistentemente ha favorecido un mayor endeudamiento, aprovechando las bajas tasas de interés, el bajo nivel de deuda pública neta, y el bajo riesgo soberano, pero cuidando que la deuda pública no exceda el 30% del PBI.
¿Cómo aceleramos y sostenemos el ritmo de inversión y garantizamos su calidad? Existen serias trabas para ejecutar proyectos de inversión aprobados (alrededor de US$20.000 millones), y grandes ineficiencias en la gestión de la inversión pública. El gobierno está simplificando procedimientos y tomando acciones para destrabar inversiones. En el proceso, ha decidido reemplazar el SNIP con un nuevo modelo de evaluación de proyectos más enfocado en el impacto social. También ha propuesto descentralizar Pro Inversión para facilitar la inversión de los gobiernos subnacionales. Hay una lista de proyectos a destrabar y otros por desarrollar, pero no una estrategia integral de inversión en infraestructura de mediano y largo plazo, siendo la propuesta de AFIN la mejor referencia disponible.
Las propuestas del gobierno están bien encaminadas. Pero su verdadero legado debería ser dejar un Estado con capacidad de invertir con calidad y atraer sostenidamente capitales privados en gran escala. Para esto, el Estado debe administrar sus inversiones tan o más eficientemente que los inversionistas privados que se invite a participar en el proceso, exigiendo el mismo criterio de rentabilidad y rigor en la evaluación de calidad.
El Estado también debe valorar y administrar sus activos no financieros para fortalecer nuestro acceso a los mercados de capitales. Actualmente, el mercado no muestra gran preocupación por la liquidez del Perú para honrar sus obligaciones, pero sí por la vulnerabilidad política y la rigidez del mercado laboral. No hay una consideración explícita de nuestra solvencia, medida por el valor de los activos no líquidos propiedad del Estado Peruano, es decir, nuestra riqueza escondida. Estos activos incluyen los edificios, terrenos, colegios, hospitales, el valor presente de las concesiones en proyectos de infraestructura y de exploración y explotación de recursos naturales, y de los recursos no extraídos del subsuelo. En el 2013, el FMI estimó preliminarmente el valor de los activos no financieros del sector público en 71% del PBI, el equivalente a US$130.000 millones si usamos el PBI del 2015. No hay duda de que una valoración detallada aumentará considerablemente esta suma, lo cual influiría favorablemente en reducir el costo del financiamiento público.
Además, se requerirá de un equipo que gestione dichos activos para garantizar que obtengan una rentabilidad objetivo mínima, por debajo de la cual se procedería a su eventual desinversión. Singapur es un buen ejemplo de cómo gestionar activos públicos.
Los activos adecuadamente valorados y sus respectivos flujos de ingreso esperados gestionados profesionalmente sustentarían la emisión de obligaciones soberanas de largo plazo para invertir en proyectos de infraestructura, ya sea directamente o vía cofinanciamiento con la inversión privada o con gobiernos subnacionales. Países como Malasia, Bahréin, Emiratos Árabes Unidos y China emitieron bonos respaldados por diferentes tipos de activos para constituir su capital e inicialmente invertirlo en infraestructura.
También se requerirá desarrollar, preferiblemente en coordinación con el sector privado, un plan estratégico de inversiones de mediano plazo y contratar los servicios de bancos de inversión para el ‘due diligence’ y estructuración del financiamiento de cada proyecto y los servicios de supervisión operativa una vez que entre el proyecto en operación.
Muchas de las funciones antes mencionadas están dispersas en diferentes entidades gubernamentales y bien podrían fusionarse en una nueva corporación que administre los activos no financieros del Estado y que coordine y promueva el proceso de inversión, inicialmente en infraestructura. La corporación debiera ser autónoma, con un servicio civil altamente especializado, con régimen laboral privado, y reportar directamente a la presidencia. Debería contar con un directorio nombrado por la presidencia, en su mayoría independientes, y comités especializados. Los resultados operativos de la corporación deberían ser parte integral de las cuentas fiscales y no entrar en conflicto con la política fiscal.
El reto es grande, pero el gobierno tiene cinco años para aprovechar inteligentemente nuestra riqueza escondida a favor del desarrollo nacional.