Desinformar es un antiguo método de propaganda utilizado al servicio de ciertos fines que tiene varios rostros, desde los bulos a las campañas de descrédito –sea de vacunas o en elecciones–. Hay fenómenos aún más burdos, pero igualmente “útiles” entre quienes quieren engañar sin ética alguna, como la falsificación o trucaje de fotos, cuando no de voces en videos de Facebook o YouTube.
Los bulos de todo tipo son abundantes y sin duda motivo de preocupación de los gobiernos en distintas regiones del mundo. En América, la OEA publicó una guía relacionada con la desinformación en contextos electorales.
La Unión Europea lleva unos años observando los desórdenes que se producen especialmente en redes. Después de la crisis Rusia-Ucrania de 2014 y de las escandalosas revelaciones de Cambridge Analytica y Facebook, pese a la alarma, surgió con calma un grupo de trabajo mixto que concluyó en este código de buenas prácticas.
A esto se añade un alcance de seguridad: la OTAN habla de “amenaza híbrida” y la ONU la considera una “preocupación mundial” que afecta el derecho a la información. En el ámbito privado, las plataformas sociales más concernidas (Facebook, WhatsApp, Twitter o YouTube) han ido adoptando sus medidas, no sin polémica, cuando no pagar multas millonarias por uso ilícito de datos.
Sin duda, junto a esos fenómenos que nos ocupan en el Observatorio que codirijo en Madrid, hay algunos específicos de tiempo electoral, dominando en nuestros días varios modelos de desestabilización social.
Se observa con claridad que los fenómenos se reproducen en distintos países con pautas muy parecidas: el #fraudelectoral se ha esgrimido por Trump, también en febrero pasado durante el #14F de Cataluña o, ahora de forma más insistente, en la segunda vuelta entre Pedro Castillo y Keiko Fujimori. La clave, a mi entender, con la prudencia que debe acompañar un análisis hecho desde el exterior, es que las autoridades de vigilancia de las campañas actuaron con rapidez y cerraron pronto la herida no dando lugar a rumores, bulos o información sin fuente. Así ocurrió en los casos citados en la Junta Central Electoral en España o el Registro federal de Estados Unidos.
Como método, desinformar es manipular, y uno de sus fines es generar antítesis, enfrentamiento, duda, desconcierto. Es una visión marxista –que no se enterró después de la caída del bloque soviético– que plantea las cuestiones en términos de diatriba, de tesis versus antítesis. De ahí que en ese punto todo lo que facilite el encasillamiento en categorías extremas resulta exitoso.
Como ejemplo de extremos, la segunda vuelta entre Fujimori y Castillo. Del seguimiento de los debates he podido deducir la polarización y el descontento general. Durante la primera vuelta, que pude vivir en persona en Lima, las encuestas contribuyeron a la desinformación: el que fue ganador, Pedro Castillo, apenas aparecía en séptimo lugar.
En el ámbito del relato final de los mensajes, lo que se conoce como ‘spin’ o propaganda, veremos si cala el temor a la ‘venezuelización’ del Perú, uno de los polos del debate. Da que pensar que personas tan distintas y respetadas como los Vargas Llosa, De Soto o López Aliaga se han visto obligadas a la polarización, pues no fueron capaces de unirse antes en candidaturas sólidas.
Pero, no desesperemos, sí hay solución. Además de pedir al público la formación de su criterio, todo está en unas instituciones democráticas transparentes y garantistas y, por supuesto, una prensa verdaderamente libre. Por eso en el Perú esta semana es el momento clave de medios, como este que usted está leyendo, de la ONPE y del Jurado Nacional de Elecciones (JNE).
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