“El gobierno debería replantear su modelo de gestión, reconociendo sus limitaciones y enfocándose en puntos críticos”.
El saldo del 2023 es profundamente insatisfactorio, pero lo es de una manera distinta al escenario pesimista que se temía al inicio de año. El 2023, desde el punto de vista político, empezó como un año muy convulsionado, con movilizaciones de alcances sociales excepcionalmente amplios en las regiones del sur, que pedían: la salida de Dina, adelanto de elecciones, reposición de Pedro Castillo, cierre del Congreso y una asamblea constituyente. El electorado original de la plancha de la reciente presidenta Boluarte rechazaba visceralmente su nombramiento y el enfrentamiento entre manifestantes y las fuerzas del orden tuvieron un saldo lamentable en vidas humanas que fortalecía la sensación de inestabilidad del nuevo gobierno.
Pese a eso, el consenso de analistas económicos esperaba que se lograra una tasa de crecimiento económico positiva, y existía la expectativa –al menos en un sector de la población y líderes de opinión– de que un gobierno nuevo debería tener una mejor gestión que la vista durante el gobierno de Pedro Castillo.
El 2023 termina muy distinto: con un movimiento social claramente desgastado y desmotivado que no ha logrado convencer a la población de que vale la pena manifestarse por su causa; con una disputa entre facciones políticas por una mayor presencia en instituciones claves y la modificación de políticas públicas rechazadas por la convergencia de la mayoría de las fuerzas políticas con representación parlamentaria; con un Gobierno y Congreso “estabilizados”, pero ambos con una aprobación ciudadana aún más baja que la del inicio del año; y con una gestión del Gobierno que no ha obtenido (al menos aún no) resultados claramente superiores (más allá de algunos ministerios específicos) a los de un muy deficiente gobierno de Pedro Castillo. Ni siquiera se ha resuelto del todo algunos de los aspectos nocivos del gobierno previo, como son la agenda Maraví, o mejorado en temas pendientes desde el punto de vista productivo como lo son la reducción de la tramitología en los proyectos mineros o el impulso de las exploraciones en el mismo sector. Esto último es particularmente grave en el contexto de una ya reconocida recesión económica, que muy probablemente termine el año con un decrecimiento.
El Ejecutivo tiene un reto importante frente a la opinión pública. Una reciente encuesta de Datum nos muestra que existe expectativas negativas para el 2024 y una encuesta anterior nos señala que la población no está aprobando ni reconociendo las medidas del Gobierno en el principal punto de preocupación que tienen: la inseguridad ciudadana. Su “estabilidad” fundamentada por la debilidad de su oposición, más que por su propia fortaleza política, debería llevar al Gobierno a replantear su modelo de gestión, reconociendo sus limitaciones, y enfocándose políticamente en unos pocos puntos críticos y de alta relevancia para la población, que permita llegar al final del 2024 con ciertos logros tangibles y reconocidos por la ciudadanía.
“Carente de alternativas, el Perú ingresa al 2024 en medio de la incertidumbre, el hartazgo y el rechazo a sus gobernantes”.
A finales del 2022, la desfalleciente democracia peruana había demostrado cierta capacidad de resistencia frente al burdo intento de golpe de Estado de Pedro Castillo, pero este fue el último acto antes de la tragedia que llegó días después con las decenas de personas fallecidas y heridas en medio del mayor ciclo de protestas que vivimos en el último siglo, sin que hasta el momento haya un solo responsable político y penal por estos hechos.
Pero las cosas no se detuvieron ahí. A lo largo del 2023 quedó claro que, si existía alguna fortaleza institucional, esta no era suficiente para hacer frente a las decisiones de un Parlamento repleto de investigados de izquierda y de derecha, actuando en contubernio con una Fiscalía de la Nación convertida en un aparato de operación política, un Tribunal Constitucional con una mayoría de magistrados dispuestos a saltarse la jurisdicción internacional y un defensor del Pueblo digno del Congreso que lo eligió.
En realidad, no hay institución que resista tanto, especialmente si quienes están a cargo del Ejecutivo y en teoría tienen la posibilidad de “equilibrar los excesos” de los otros poderes solo buscan orquestar su sobrevivencia política, con el privilegio y la impunidad temporal que ello conlleva.
El resultado de esta situación es un país claramente dividido: a un lado se encuentran los políticos del Gobierno, el Congreso y otras altas autoridades cuya aprobación está en el piso, mientras al otro lado se ubica prácticamente toda la población que no dispone de mecanismos para que su insatisfacción se traduzca en cambios políticos, porque el derecho a la protesta ha sido puesto bajo sospecha.
Por supuesto, nada de esto sale gratis. Y el ejemplo más claro de que las cosas pueden estar peor es el fin del ciclo de crecimiento económico, que era la principal virtud del modelo peruano y el camino a la OCDE con el que soñaban los tecnócratas de antaño. Dicho sea de paso, ello ha venido acompañado del debilitamiento técnico y político del último bastión de los defensores del statu quo: el Ministerio de Economía y Finanzas, cuyo actual titular debe ser el más desprestigiado de esta cartera desde los años 80 del siglo pasado.
Ciertamente, las cosas no han ido mejor desde el lado de los opositores. Entre el castillismo y su escaso apego a las reglas democráticas, y la imposibilidad de los demás grupos (de centro, izquierda y derecha) para construir una plataforma común que salga del arrebato en redes sociales y los pronunciamientos de indignación institucional, tampoco consiguen entusiasmar ni ganar adhesiones más allá de las redes y colectivos de toda la vida.
Carente de alternativas, el Perú ingresa al 2024 en medio de la incertidumbre, el hartazgo y el rechazo a sus gobernantes. No hay que ser adivino para augurar que esta es una situación insostenible. El 2026 al que tanto se añora llegar como símbolo de recuperación institucional deviene en una meta inalcanzable en términos éticos y democráticos.