Resulta reiterativo escuchar de nuestros analistas que impulsar la inversión y la confianza es condición necesaria para restablecer el crecimiento económico. Eso está claro y es, hasta cierto punto, obvio. La pregunta fundamental es cómo hacer para regenerar la confianza perdida e impulsar la dinámica de inversión. Una respuesta tentativa a tal interrogante comprometería encontrar una solución que trascienda a la mera ejecutoria de política económica.
En las actuales circunstancias, la confianza no se recompondrá por efecto de realinear el déficit fiscal, de generar una reforma tributaria, de reinsertar la inflación al rango meta establecido por nuestro ente emisor. Todo eso es importante y ayuda, pero no basta. Si nuestro frente político no da una muestra fehaciente de un consenso mínimo y se disipa la incertidumbre en torno de lo que podría derivar de un próximo proceso electoral, las posibilidades de recuperación de la inversión serán remotas. Así de simple y complejo a la vez.
Debemos ser sinceros, tal cual están las cosas hoy, la inversión privada no arrancará; la pública, por otro lado, continuará inoperante. Esto lo debemos tener muy claro.
En el caso de la inversión privada, luego de mostrar un crecimiento promedio anual espectacular de no menos del 6,9% entre el 2001 y el 2021, el año pasado se vino abajo y decreció en nada menos que 7,3%. Esto no es lo peor. Pocos se han percatado de que, en su último reporte de inflación, nuestra autoridad monetaria ha estimado que, para el período comprendido entre el 2022 y el 2025, la inversión privada experimentaría un decrecimiento promedio anual de 0,7%. Con esto, el BCR nos está diciendo que la perspectiva para la inversión es muy pobre, que el crecimiento será insuficiente y que la lucha contra la pobreza, en el mejor de los casos, se estancará. ¿Habían ustedes tomado nota de ello?
No todo queda allí. Por el lado de la inversión pública, el tema es más delicado aún. Estos últimos años nos hemos dado el lujo de dejar de ejecutar el 25% de lo presupuestado. Habiendo recursos, no los hemos sabido emplear. Esto es imperdonable. Para decirlo de otra manera, han pasado gobiernos que han sido meramente espectadores de semejante problema. Ninguno lo enfrentó. Muy bien, asumamos que, en adición a lo señalado, la ineficiencia y la corrupción han deteriorado su desempeño sobre el 50% del remanente ejecutado; entonces, lo que nos queda es que la efectividad de la inversión pública en el Perú de hoy alcanza únicamente a la cuarta parte de lo presupuestado. Otro desastre.
No todo queda allí, nuestro BCR también ha estimado que el crecimiento del PBI promedio anual, entre el 2022 y el 2025, alcanzaría únicamente el 2,1%. El sector empresarial debe ser consciente del tremendo reto que tenemos al frente. El estancamiento esperado es muy serio y todo se agravaría en el 2026 por su naturaleza electoral. Queremos salir de esta amenaza con campañas de optimismo, eso es inconcebible para un empresario serio.
¿Qué podemos hacer en tales circunstancias? Permítanme, brevemente, esbozar algunas ideas. Para empezar, tenemos que alinear a favor de la reactivación a nuestros frentes político y social de manera urgente. Sin solución política, no hay solución económica. Para lograr ello, podríamos, por ejemplo, aterrizar en el corto plazo la firma de un pacto nacional a favor de la infraestructura e inversión que involucre de manera vinculante a todas las fuerzas vivas del país, con el propósito de garantizar la ejecutoria de un mínimo de grandes megaproyectos de infraestructura con una perspectiva de largo aliento. Claro está, para empezar, este pacto debe ser promovido y liderado por el sector privado; el frente público está demasiado desgastado.
El portafolio de megaproyectos sobre los que se definiría un consenso amplio, en muchos casos, no constituiría novedad. Hoy en día, nadie duda de la importancia de proyectos de la envergadura de Chavimochic III, Majes Siguas II, las diferentes líneas del metro de Lima, la nueva carretera central, el mejoramiento y amplificación de la red tanto educativa como hospitalaria a escala nacional, entre otros. El problema es que, en parte, hoy no existe el compromiso político vinculante que ponga en perspectiva su real ejecución.
El pacto en cuestión también abriría paso a la constitución de un Consejo Técnico, constituido por tecnócratas de diferentes especialidades y de indiscutible reconocimiento ético, para que se encargue de velar a futuro por su correcta ejecución. Anualmente este emitiría una evaluación de los progresos alcanzados y el gobierno de turno estaría en la obligación del rendimiento de cuentas respectivo. Más aún, si un futuro gobierno de turno no hubiera firmado el pacto, igual se vería en la necesidad de rendir cuentas frente al escrutinio de todas las fuerzas vivas de nuestra sociedad civil comprometidas en su rúbrica.
Los beneficios de la firma de un pacto como el reseñado serían amplios y contundentes. Primero, la imagen del Perú se fortalecería en el frente internacional y las posibilidades de degradación de su calificación de riesgo soberano tenderían a bajar. Segundo, se daría un verdadero impulso a la inversión privada a partir de una visión de largo plazo para el desarrollo de la infraestructura nacional. Tercero, las condiciones para generar un entorno social más sostenible estarían sustentadas a través de las oportunidades de empleo abiertas a escala nacional. Eso, para empezar.
Claro está, siempre habrá opiniones en contra y observaciones interesadas en traerse abajo cualquier alternativa de solución. No obstante, lo optativo sería continuar deteriorando nuestra actual posición económica y ser testigos de propuestas cortoplacistas muchas veces inoperantes. Es hora de hacer algo concreto y diferente, estamos a tiempo: el sector privado tiene la palabra.