Una de las máximas de Sun Tzu en “El arte de la guerra”, y que bien se aplica a la política, sostiene que la mejor victoria es aquella que se obtiene sin combatir. Esto implica saberse superior en inteligencia y estimular la sensación de derrota física y moral en el enemigo antes de iniciar siquiera cualquier confrontación.
Así como los ejércitos en tiempos de guerra, las organizaciones políticas conciben, planifican y ejecutan organizada y secuencialmente todo tipo de operaciones psicosociales para debilitar y derrotar al enemigo.
A nadie se le escapa que cada sociedad moldea su visión del mundo conforme a ciertas ideas que echan raíces en el tiempo. Tampoco desconocemos que afrontamos una guerra ideológica que comprende la economía, la política, la cultura, la religión, la educación y todo aquello que cimenta el sistema que nos garantiza libertades.
Esta embestida sin pausas ni fronteras busca subvertir el régimen de libertades estableciendo una muy oscura y luenga noche henchida de uniformidades y de construcciones sociales. Por doquier se alude a que esta ‘nueva’ guerra tiene un autor intelectual. Es cierto. Antonio Gramsci, nacido en Ales y fundador del Partido Comunista de Italia en 1921, escribió libros y cuadernos.
Siendo marxista, discrepó de Karl Marx sobre cómo alcanzar el comunismo. Marx consideraba que las fuerzas materiales de la producción –vale decir, la estructura económica– generaban la superestructura imperante, conformada por la religión, las leyes, la cultura, el arte, el folclor, la educación y las relaciones de poder del sistema; o sea, el sistema político vigente, principalmente.
En cambio, Gramsci postuló que cambiar las relaciones económicas no era lo que permitiría arribar al comunismo. Más bien, sostuvo que los valores prevalecientes en una sociedad –entiéndase aquellos que alimentaban la religión, las leyes, la cultura, el folclor, la moral y hasta los periódicos– eran parte de la superestructura existente y que no debían percibirse como naturales o inamovibles; por el contrario, había que socavarlos y sustituirlos por los nuevos valores comunistas.
Así, el pensamiento gramsciano plantea una ingeniería psicosocial de largo aliento, en la que toda la axiología –escala de valores– de los dos sistemas más vinculados al individuo –la educación y la religión, principalmente– debían ser objeto de implacable penetración.
En ese predicamento estratégico gramsciano, la nueva educación debe cocinarse a fuego lento, de forma imperceptible, para transformar al educando sin que la sociedad se percate al punto de que, cuando habiendo cambiado el mundo de las ideas y las nuevas ideas sean las del mundo, la resistencia sea mínima y la nueva realidad, la normalidad.
Entendiendo que la Iglesia Católica era el principal bastión de resistencia al comunismo, las nuevas ideas y valores debían penetrar sus entrañas para engendrar una suerte de nueva religión debilitada en sus fundamentos más existenciales.
Acorde con su interpretación histórica eurocéntrica, Gramsci argumentó que debemos alcanzar nuestra felicidad aquí y no en el más allá. Así, previa corrupción de la moral societaria y modeladas todas las esferas de los nuevos individuos, la nueva hegemonía laica sería total, como la de la Iglesia Católica en la Edad Media.
A cuatro años de fundado el Partido Comunista de Italia, el dictador Mussolini lo declaró ilegal –junto con todos los partidos de oposición– en 1926. Gramsci fue encarcelado ese mismo año y trasladado por mala salud a una clínica en 1935, en la que permanecía con restricciones. En 1937 le concedieron la libertad, muriendo pocos días después, sin llevarse a su tumba su gen totalitario. La posta fue tomada por organismos de inteligencia marxista, por intérpretes laicos y de sotana, por partidos y movimientos políticos a los que, en 1990, se sumó la orquesta del Foro de Sao Paulo.
Gramsci, autor muy lector, posiblemente recordó al caballo de Troya, aquel inmenso equino rodante de madera usado como artilugio por los aqueos para ingresar engañosamente a la fortificada ciudad y destruirla desde adentro.
Desde hace mucho tiempo observo un tropel de caballos cabalgados por jinetes comunistas esparciendo semillas de odio y atropellando valores libertarios. ¿O es que afiebrado tan solo alucino con obsesión? ¿Seré yo?