La explosión en Beirut no solo mató a más de 150 personas y dejó heridas a más de seis mil, sino que también descubrió la descomposición social que este atribulado país sufre por una lucha sectaria de grupos que buscan el poder, entre ellos el proiraní Hezbolá.
El desgobierno, autoritarismo y corrupción de una clase gubernamental notablemente alejada de las preocupaciones de una población dividida en tres facciones irreconciliables, se suman a una devaluación monetaria sin precedentes, así como a una deuda pública del 170% del PBI, lo que ya tenía a la población en una desesperada situación antes del COVID-19 y la explosión.
De acuerdo con los medios de comunicación, 2.750 toneladas de nitrato de amonio, descargadas de un buque averiado hace unos años, yacían en uno de los almacenes del puerto. Un accidente producido por una soldadura encendió la explosión que no solo acabó con la infraestructura de la zona, sino que dejó sin casas a más de 300.000 habitantes.
El todavía primer ministro (que renunció junto a su equipo pero que permanece de forma interina), Hasan Diab, reveló que el Líbano pronto tendrá a más del 50% de la población por debajo del umbral de la pobreza. Los precios de los productos básicos aumentaron entre 20% y 60% y una ola de despidos dejó a unas 250.000 personas sin empleo en los últimos tres meses.
Esta crisis económica motivó la caída del gobierno de Saad Hariri –acusado de corrupción– y la subida de Diab, representante de una extraña coalición integrada por los cristianos del Movimiento Patriótico Libre y los chiitas Hezbolá y Amal.
La llegada del coronavirus significó una tregua en la crisis porque los ciudadanos se fueron a cuarentena y el ejército tomó las calles, pero la tregua del virus ya terminó y los libaneses retomaron la pesadilla.
La crisis económica se profundiza por las diferencias religiosas entre los grupos mayoritarios como son los musulmanes (divididos entre chiitas y sunitas), cristianos y, en menor medida, drusos.
Es por esa razón que los tres cargos políticos más importantes, como son presidente, presidente del Parlamento y primer ministro, se reparten entre los musulmanes chiitas y sunitas, así como entre los cristianos maronitas.
Por si fuera poco, mientras estos grupos se disputan el poder, el proiraní Hezbolá –considerado en occidente como un grupo fundamentalista religioso y una amenaza para Israel–, asoma en su condición de representante de los musulmanes chiitas más radicalizados, con grandes posibilidades de ganar el poder.
En medio de esta anarquía y caos, Hezbolá se vende como el único grupo capaz de ordenar al país y acabar con la corrupción generalizada a partir de propuestas harto populistas. Y lo peor es que la crisis generalizada hace que la población los vea así.