Cuando las protestas por el asesinato de George Floyd llegaron a la Casa Blanca, el presidente Trump pronunció un breve discurso autodenominándose “el presidente de la ley y el orden”, amenazando con desplegar al Ejército para controlar manifestantes y anunciando que visitaría “un lugar muy, muy especial”: la Iglesia St. John de Lafayette Square.
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Ante una sostenida caída en las encuestas entre evangélicos blancos (PRRI), Trump buscaba asegurarles que defendería al “nacionalismo cristiano”, la idealización de EE.UU. como una “nación cristiana” construida sobre valores ultraconservadores, a toda costa. Luego de dispersar a sacerdotes y laicos que distribuían alimentos en Lafayette con gas lacrimógeno, Trump proclamaría “tenemos […] el más grandioso país del mundo” mientras alzaba una Biblia. Ante la pregunta “¿es esa su Biblia?”, Trump respondió “es una Biblia”.
La palabra de Dios puede ser usada para construir o destruir. Aunque los cristianos creemos en un solo Dios, hay tantas imágenes de Dios como creyentes. En ellas proyectamos nuestras dudas o certezas, nuestras luchas o defensas. Hoy dos dioses compiten por la conciencia del creyente y la esfera pública: el “dios de la ley y el orden” y el “dios de la protesta”.
El “dios de la ley y el orden” atenta contra la comunidad afroamericana desde 1619, cuando 20 angoleños fueron vendidos a los colonos estadounidenses, dando paso a la esclavitud bajo justificaciones supuestamente bíblicas. Luego vendrían las patrullas de esclavos (1704), el Klan con su simbolismo cristiano (1865), las leyes Jim Crow (1880s) segregando todo espacio público, las revueltas raciales del Verano Rojo (1919) y la brutalidad policial de hoy.
En respuesta, “el dios de la protesta” ha levantado múltiples profetas, como el predicador Nat Turner despertando la rebelión de esclavos de 1831, el pastor Martin Luther King liderando las marchas por derechos civiles de 1965 y el reverendo Al Sharpton en el memorial de Floyd denunciando a los supremacistas blancos: “Lo que pasó con George Floyd pasa todos los días en este país, en la educación, servicios de salud y en cada área de la vida americana. Es momento de levantarnos en nombre de George y decir: ¡Saquen su rodilla de nuestros cuellos!”.
Una forma habitual de desacreditar protestas consiste en condenar eventos aislados de vandalismo recurriendo a lo que Cornel West llama “la santaclausificación de King”: la instrumentalización de la imagen de King, presentándolo engañosamente como un moderado universalmente amado en lugar de un radical antisistema despreciado.
La “domesticación de King” se enfoca en “I Have a Dream” (1963), ignorando discursos posteriores como aquellos contra la guerra de Vietnam (1967), en que señala que “los males del capitalismo son tan reales como los males del militarismo y los males del racismo” y llama a EE.UU. “el mayor proveedor de violencia del mundo”. Como resultado, 168 periódicos lo atacarían, Lyndon Johnson lo llamaría “maldito negro predicador” y Edgar Hoover lo nombraría “el negro más peligroso para el futuro de esta nación”.
Cuestionado sobre la destrucción de propiedad durante las marchas, King responde en “Nonviolence and Social Change” (1967) que “(la) propiedad está destinada a servir a la vida, y no importa cuánto la rodeemos de derechos y respeto, no tiene personalidad [...] la propiedad representa la estructura de poder blanco, que ellos estaban atacando y tratando de destruir”. El propio Jesús volcó las mesas de comerciantes y cambistas dentro del templo (Marcos 11:15-17), como un acto de protesta contra quienes reducían la fe a una herramienta política y mercantilista. No porque repudiase la propiedad, sino porque amaba a pobres y gentiles.
Si King estuviera aquí, apoyaría las demandas de las trabajadoras de limpieza pública de Lima, así como denunció las injusticias contra los trabajadores de saneamiento de Memphis en “I have been to the mountaintop” (1968) un día antes de morir.
A quienes señalan ser “cercanos a Dios” por ambición política siempre los tendremos entre nosotros. Pero, nosotros, aprendamos a elegir a quienes están dispuestos, como King, a defender posiciones impopulares en búsqueda de grandeza moral y espiritual.
(*) Guillermo Flores Borda es profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad del Pacífico.