"Existe una expresión nefasta que sostiene que no hay peor enemigo para una mujer que otra mujer". (REUTERS / Imelda Medina).
"Existe una expresión nefasta que sostiene que no hay peor enemigo para una mujer que otra mujer". (REUTERS / Imelda Medina).
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Nora Sugobono

El Perú es un país donde las mujeres están olvidando qué es pensar en el futuro. Están –estamos– concentradas en el hoy. En existir, sobrevivir un día más. Es triste para todas, pero más para aquellas que recién empiezan a andar este camino. Decirles que pueden ser todo aquello con lo que sueñan es tanto una promesa sostenida en el optimismo, como una broma que roza la crueldad. Generación tras generación hemos ido ganando batallas, reconfigurando pensamientos y conquistando territorios que antes nos eran prohibidos. Aunque despiadado, nuestro presente es mejor escenario que aquel que vivieron las mujeres que nos antecedieron, privadas de voz y autonomía durante siglos. Un presente donde estar alerta ya no es una elección, sino un estado permanente. Las cifras del 2019, año que registró el número más alto de de la última década (166 mujeres asesinadas a causa de la violencia machista, según datos del MIMP) lo evidencian en toda su dureza. Tan solo en enero y febrero del 2020 se cuentan otras 30 víctimas.

Agresiones, violaciones, acosos y abusos de toda clase son el pan de cada día para millones de peruanas. Una realidad que se traduce en menos oportunidades, menos libertades y menos ingresos. Se presenta en la calle, en el trabajo, en nuestros hogares, o en todos a la vez. Ser mujer en el Perú es un dolor colectivo y una preocupación que se ha hecho cotidiana; una lucha gratuita y constante que muchas, incluso cuando la problemática es ineludible, desafortunadamente siguen viendo como ajena. Lo que no podemos, ni debemos permitir, es que sea un impedimento. Ser mujer no es una condición que nos obligue a cargar con culpas; a cuestionar los roles que tenemos o queremos tener; o que nos inhabilite de tomar decisiones que conciernan a nuestros cuerpos, oficios, ambiciones y deseos. Las primeras que debemos creerlo y practicarlo somos nosotras.

Se hace difícil, casi imposible pensar en positivo en un contexto como el actual. No obstante, el último año trajo algunos cambios notables, empezando por el ámbito laboral. Aequales –organización que promueve el empoderamiento de las mujeres para reducir brechas– viene midiendo desde el 2015 el desempeño en equidad de género de distintas empresas (Ranking PAR). La comunicadora Andrea de la Piedra, a la cabeza de dicha organización, indica que en cinco años han pasado de ser 22 a 275 las empresas que buscan evaluarse, con la intención de mejorarlo. Iniciativas de este tipo, sostenidas en un marco legal que vele por lograr esos objetivos (en el 2017 se promulgó la Ley Nº 30709, que prohíbe la discriminación remunerativa entre hombres y mujeres) y brinde las garantías necesarias para que las mujeres los logren (la Ley 27942, de Prevención y Sanción del Hostigamiento Sexual, entró en vigor en el 2019), representan un avance, aunque mínimo, hacia un mejor panorama.

Existe una expresión nefasta que sostiene que no hay peor enemigo para una mujer que otra mujer. Durante años nos privaron de tantas cosas que parece ser que el pastel solo puede repartirse entre algunas; que debemos competir para ganar. La sororidad es un concepto muy necesario aquí. Tiene que ver con la relación de solidaridad que hay entre mujeres, manifestada en la lucha por nuestro empoderamiento. Si queremos comernos el mundo, hagámoslo juntas. Tenemos demasiados triunfos pendientes por saborear.