Al ver que se me humedecían los ojos y no podía contener la emoción, aquella noche aún con luz en la remota capital de Mordovia (Federación Rusa), Saransk, mi hijo de 11 años me miró desconcertado y preguntó por qué lloraba. La causa inmediata eran los sorpresivos acordes de “Contigo Perú” –no sabíamos que pondrían la canción–, pero en el fondo era mucho más que eso. No solo los 36 años de espera mundialista, ni la accidentada clasificación. Era la Patria toda. La ilusión, las frustaciones acumuladas –desde el terrorismo y la miseria ochentera hasta la crisis de mediana edad, en mi caso–; era el amor por el Perú. Contradictorio, como todo amor. Y tal vez un poco más: país genial y atormentado, incomprensible, a la vez sublime e irrepetible en el acierto; desgarrador e implacable en la frustración.
“Te daré la vida/y cuando yo muera/me uniré en la tierra/contigo, Perú”. La semiótica emocional de nuestro patriotismo se da sin duda en clave trágica. Me di cuenta diez días después a orillas del Mar Negro, en Sochi, por contraste con la canción australiana: la festiva “Down Under” de Men at Work celebra la abundancia y la cerveza, mujeres que brillan y hombres que asaltan. Y, aunque los intelectuales del siglo pasado nos convencieron sin dificultad de que no hay identidad nacional, el Perú en cambio saca lágrimas. Pensaba en eso ante las repetitivas alusiones y ‘emojis’ de llantos en mis diversos chats tras saber las tendencias de las últimas, impublicables encuestas.
Los posibles resultados nos aterran o desalientan, pero solo reflejan lo complejo de nuestra fragmentación. Porque el fenómeno de los “minicandidatos” –como los ha llamado la consultora política 50+1– no es solo una curiosidad politológica de candidaturas que se debaten entre no pasar la valla y pasar a la segunda vuelta; es también expresión de cuán pequeños son nuestros consensos. O de cuán fragmentados estamos, al punto que la pandemia y sus secuelas –muerte y recesión–, lejos de unirnos, nos han polarizado más.
Tuiteé a principios de febrero: “Sigan polarizando nomás, cuando las opciones de segunda vuelta sean las peores (…) y tengamos una guerra (…) mucho peor que las de 2011 y 2016, entonces no se quejen”. Y justamente en el 2016, después de la primera vuelta, había tuiteado (10.04.16): “Conociendo a la élite peruana y a la derecha (…) se olvidarán de los descontentos para llevarse otro susto en 5 años”. No es que disfrute la triste costumbre de tener razón (a veces), ni que vea la paja en el ojo ajeno, pues me reconozco parte de la élite, y mi pensamiento es de derecha (19.12.20). Es que nada de esto era del todo imprevisible.
Las opciones más temidas, a ambos lados del espectro, tienen en común un autoritarismo que, en mi opinión, no comparte raíz filosófica, sino sociológica, idiosincrásica. Nos encanta entrometernos en la vida de los otros, y juzgarla. Imponer a los demás lo que deberían hacer con su cuerpo (derecha) o su patrimonio (izquierda), y condenar ferozmente cualquier desviación de ese pretendido canon con insultos y acusaciones. Y cuando algo falla, la culpa es siempre de los otros. Los últimos cinco años desperdiciados son una bofetada que debería hacernos reaccionar, no solo llorar.
Porque el llanto es siempre autorreferencial. Cuando perdemos un amor o un ser querido, es su ausencia en nuestra vida lo que duele. Cuando miles de futboleros desconsolados y yo llorábamos al Perú en Rusia, lamentábamos también nuestra fallida, a veces casi imposible, hermandad. Y a nuestros muertos, que son la Patria.
Me preguntaba hace dos semanas (27.03.21) si el Perú en esta encrucijada optará por la madurez, y tal vez no puse énfasis en que la opción contraria –atormentada y autodestructiva– sigue ahí, como el dinosaurio de Monterroso, como la contingencia de un penal fallido o un autogol. Porque así es el fútbol, y así es nuestro país.
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