"Hasta ahora, al menos desde lo LGBT, pareciera que han sido nuestros jueces –antes que los legisladores y ministros– quienes han estado más prestos a cumplir con tal llamado". (Foto: GEC)
"Hasta ahora, al menos desde lo LGBT, pareciera que han sido nuestros jueces –antes que los legisladores y ministros– quienes han estado más prestos a cumplir con tal llamado". (Foto: GEC)
/ MANUEL MELGAR
Carlos J. Zelada

Hace poco se cumplieron 13 años de la publicación de “La mirada de los jueces”. El icónico tratado de la Red Alas, editado por Cristina Motta y Macarena Sáez, analizaba con detalle las decisiones más importantes de los latinoamericanos sobre derechos de las mujeres y personas producidas hasta entonces.

En la introducción del libro, las editoras diagnosticaban que, en los sistemas jurídicos latinoamericanos, la figura del juez ocupaba “un plano subordinado a los poderes políticos” que “buscaba asegurar que la voluntad popular no fuera reemplazada por la de funcionarios que no la representaban”. En efecto, quienes administran justicia son habitualmente percibidos como alejados del interés ciudadano: funcionarios poco interesados en decidir desde el bien común y apegados con peligrosa frecuencia a los vicios del formalismo. Pese a todo lo anterior, el texto también advertía de que algo estaba ocurriendo pues los jueces habían adquirido una inédita preeminencia en América Latina en las últimas décadas. Nada de esto ha sido ajeno al Perú, especialmente cuando se habla de proteger los derechos de las personas LGBT.

En momentos en los que el Congreso y el Ejecutivo siguen enfrascados en continuas turbulencias, la población sexualmente diversa ha volcado sus demandas al plano judicial. Los últimos meses han demostrado que sus escasas victorias, cuando ocurren, van de la mano de jueces comprometidos con mirar el Derecho por encima del textualismo, y sin sacrificar predictibilidad ni calidad argumentativa.

Me quisiera referir aquí a algunos episodios que revelan el rol trascendental que juegan quienes hacen justicia en el Perú de esta manera. Hace algunos días, un juez declaró fundado el pedido de Darling y Jenny, una pareja de madres lesbianas que exigía al Reniec que el DNI de su niño incluyera el apellido de ambas. Un par de semanas atrás, otro juez permitía que Dania se convirtiera en la primera mujer trans peruana en contar con un DNI que reflejaba plenamente su identidad sin haber tenido que pasar por una cirugía genital. Recordemos también que hace algunos años fue un juez el que ordenó al Reniec inscribir el matrimonio de Óscar Ugarteche, aunque la causa haya sido finalmente desestimada por el Tribunal Constitucional.

Nada de lo anterior significa que los otros poderes del Estado puedan esquivar su responsabilidad con la población LGBT. Tarde o temprano se presentarán en el Congreso nuevos proyectos de ley sobre identidad de género y matrimonio igualitario o que prohíban las mal llamadas “terapias de conversión” de quien es sexualmente disidente. ¿Estarán los parlamentarios a la altura y permitirán que al menos estas iniciativas se discutan en el pleno? Por su lado, el Ejecutivo deberá informar pronto a la Corte Interamericana de Derechos Humanos cómo viene cumpliendo con la sentencia del caso de Azul Rojas Marín, especialmente con la exigencia de contar con un sistema estadístico de la violencia contra las personas LGBT y la adopción de un protocolo para la investigación de los crímenes basados en la orientación sexual y la identidad de género. ¿Tendremos algún avance significativo para mostrar ante el tribunal?

Decía Ronald Dworkin que el Derecho coloca exigencias hercúleas en todos sus aplicadores. Hasta ahora, al menos desde lo LGBT, pareciera que han sido nuestros jueces –antes que los legisladores y ministros– quienes han estado más prestos a cumplir con tal llamado: cuestionando la heteronormatividad y el cis-tema, pero, sobre todo, apostando por una mirada que pone por delante los principios de libertad e igualdad antes que las reglas del prejuicio.

Cuidemos, entonces, a nuestros buenos magistrados. Yo, al menos, me siento muy orgulloso de varios –y varias– de ellos. Y es que, en tiempos de descomposición institucional como los que transitamos, la mirada de los jueces no es en forma alguna baladí; es, en realidad, la última esperanza.

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