Mi primer trabajo de verano fue en el puerto de Beirut, digitalizando data, en los 90. Era poco glamoroso, pero había optimismo.
El puerto era crítico para una economía que se renovaba después de 15 años de guerra civil. El mantenimiento de registros digitales era parte del futuro, y un intento por introducir orden y transparencia al sector público.
El Líbano que emergió de esos escombros se ha ido, asfixiado por una clase política cínica que, el 4 de agosto, la remató. Una explosión en el puerto de Beirut mató al menos a 100 personas, hirió a más de 4.000 y destruyó parte de la ciudad.
Por lo que parece, el desastre no involucró a los sospechosos habituales: terroristas o regímenes enemigos. La verdad parece ser más aburrida y perturbadora: décadas de podredumbre en todos los niveles de las instituciones del Líbano. Es precisamente la banalidad detrás de la explosión la que captura el problema.
Hasta ahora, los funcionarios libaneses están de acuerdo sobre lo que sucedió, pero es probable que surjan otras versiones “oficiales”. Después de todo, este es un país profundamente dividido por la política, la religión y la historia.
Según medios libaneses creíbles, unas 2.750 toneladas de nitrato de amonio descargadas de un buque averiado en el 2014 se habían almacenado en el puerto. Un accidente de soldadura encendió los fuegos artificiales cercanos, lo que provocó la explosión.
Los puertos son propiedades inmobiliarias de primer orden para facciones políticas, criminales y milicias. Múltiples agencias de seguridad con diferentes niveles de competencia controlan varios aspectos de sus operaciones. Y el reclutamiento en la burocracia civil está dictado por cuotas políticas o sectarias. Existe una cultura generalizada de negligencia y corrupción. Todo supervisado por una clase política definida por su incompetencia y desprecio por el bien público.
No está claro qué combinación de estos elementos permitió que una amenaza así se sentara en un almacén durante casi seis años. Pero este es el resultado de la habitualidad libanesa.
Las consecuencias de la explosión van a ser aun más graves. El principal silo de granos, que contiene alrededor del 85% de los cereales del país, fue destruido. Además, el puerto ya no podrá recibir mercancías. El Líbano importa el 80% de lo que consume. Casi el 60% de esas importaciones llegan al puerto de Beirut.
El momento no podría ser peor. Una crisis económica viene devastando el Líbano hace meses. La moneda se ha derrumbado, un problema que es en sí mismo el resultado de años de mala gestión y corrupción. Y la crisis del COVID-19 ha ejercido una mayor presión sobre el sector Salud. La explosión puede poner al Líbano en camino hacia una catástrofe alimentaria y sanitaria que no ha visto ni en la peor de sus guerras.
La clase política debería estar en guardia: el ‘shock’ inevitablemente se convertirá en ira.
¿Habrá una revolución? Cualquier impulso revolucionario tiene que competir con afiliaciones tribales, sectarias e ideológicas. Estos son verdaderos obstáculos. Sin embargo, nunca ha habido más urgencia para la reforma y la rendición de cuentas.
El Líbano necesitará un flujo rápido de ayuda externa para evitar una escasez crítica de alimentos y una catástrofe de salud pública. Parece que la ayuda está en camino, pero no detendrá el declive del país; solo aumentará la humillación pública y la impotencia.
El puerto está destruido. En cuanto a los libaneses, la supervivencia los consumirá mucho más que el progreso.
–Glosado, editado y traducido–
© The New York Times