El COVID-19 ha ofrecido algunas lecciones útiles sobre gobernanza. Justo antes de la pandemia, una coalición de fundaciones importantes publicó un Índice Global de Seguridad Sanitaria (GHSI) que calificaba la capacidad de los países para prevenir, detectar y reportar una infección, y responder rápidamente a brotes de enfermedades. Los países de mayores ingresos tendían a registrar mejores resultados en el índice.
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Un año después, esos rankings parecen absurdos. Según un estudio publicado en setiembre, “los 10 países más afectados por el COVID-19 en términos de muertes por millón de habitantes están entre los primeros 20” del mencionado ranking.
Por supuesto, es demasiado pronto para hacer alarde de un “modelo exitoso” para lidiar con la pandemia. Nuevas olas están sacudiendo inclusive a países que pensaban que habían derrotado al virus. Pero es claro que algunos gobiernos han desplegado sus recursos, habilidades e instituciones de manera mucho más efectiva que otros.
Consideremos el caso de Senegal. Con una población apenas superior a los 15 millones de habitantes y un PBI per capita de aproximadamente 1.500 dólares, se clasificó en el puesto 95 en el GHSI con una calificación de 37,9 (Estados Unidos, en el primer lugar, registró 83,5). Sin embargo, en enero del 2020, Senegal ya se estaba preparando.
Cuando Senegal detectó su primer caso de COVID-19 el 2 de marzo, desplegó unidades de testeo móviles, estableció un sistema de rastreo de contactos y construyó instalaciones de aislamiento en hospitales y hoteles. El gobierno también prohibió de inmediato las reuniones públicas, impuso un toque de queda nocturno, restringió el turismo doméstico y suspendió los vuelos internacionales. En octubre, el país había registrado alrededor de 15.000 casos y 300 muertes.
Otro país que superó las expectativas es Sri Lanka. Con una población de 21,5 millones de habitantes, ocupaba el puesto 120 en el GHSI. El gobierno desplegó al ejército para ayudar y puso en marcha testeos rápidos desarrollados localmente. Estableció un régimen riguroso de rastreo de contactos, brindó ayuda a quienes estaban aislados y decretó obligatorio el uso de mascarillas faciales en público. En noviembre del 2020, el país había reportado solo 13 muertes por COVID-19.
Si estos países pobres pudieron manejarse tan bien, ¿por qué EE.UU. y el Reino Unido fracasaron? La experiencia reciente con enfermedades contagiosas claramente incidió en la preparación a nivel país. De la misma manera que Senegal había experimentado el Ébola en el 2013-16, Sri Lanka había aprendido las lecciones del SARS (2003) y del MERS (2012). Cada uno de ellos había creado una infraestructura para manejar los brotes.Pero la historia por sí sola no explica por qué a estos países les fue mejor que a otros.
Hay lecciones más profundas sobre la gobernanza. En Senegal y Sri Lanka los gobiernos se unieron detrás de una estrategia, centrada en comunicaciones públicas claras, y se asociaron con redes comunitarias. Por el contrario, ni Estados Unidos ni el Reino Unido demostraron ser capaces de movilizar a sus instituciones detrás de una estrategia nacional coherente. Los gobiernos de ambos países sucumbieron a peleas entre élites.
En lo que concierne a la estrategia, las divisiones al interior del Partido Republicano de Estados Unidos y del Partido Conservador del Reino Unido hicieron que sus respectivos líderes pasaran bruscamente de una estrategia a otra. Los expertos que los asesoraban competían por atención e influencia, promovían sus propios modelos y, muchas veces, carecían de la humildad para pedir consejo a los trabajadores de la primera línea y a otros países.
En lo referido al suministro, los Centros para el Control de las Enfermedades de Estados Unidos y la agencia de salud pública inglesa insistieron en que cada uno por sí solo debía desarrollar y controlar el régimen de testeos para su jurisdicción. Esa estrategia fracasó en ambos países, mientras que una de mayor colaboración funcionó en otros. En lugar de crear redes locales para el rastreo de contactos, el gobierno del Reino Unido encomendó la tarea al gigante corporativo Serco y a una compañía llamada Sitel. El resultado fue un sistema nacional de centros de llamadas y de seguimiento y rastreo online cuyo desempeño no estuvo ni cerca de lo que lograron los equipos locales de protección sanitaria en países más exitosos.
El COVID-19 expuso la debilidad de las estrategias destinadas a la popularidad política en lugar de a la pandemia. Del mismo modo, probó la insensatez de intentar gobernar mediante un control centralizado en lugar de apelar a la colaboración y a la cooperación.
La pandemia ha revelado la necesidad urgente de construir tejido conectivo entre los gobiernos y entre instituciones nacionales y sub-nacionales.
–Glosado y editado–
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