Jorge Semprún llegó tarde a la literatura. Iba a cumplir 40 años cuando publicó su primera novela, “El largo viaje” (1963). Era un desconocido en el mundo de las letras, pero había vivido más vidas que la mayoría de los escritores contemporáneos. De origen español, se había exiliado en París a raíz de la guerra civil y escribía en francés. Durante la segunda contienda mundial, a sus 18 años, se había unido a la resistencia. En 1943 había sido detenido y torturado por la Gestapo, que lo deportó al campo de concentración de Buchenwald, donde estuvo recluido hasta que fue liberado por el ejército aliado. Luego se había sumado a la lucha antifranquista y había realizado constantes viajes a España como agente comunista clandestino. Más adelante, se convertiría en un renombrado novelista y guionista de cine, y retornaría a su patria como ministro de Cultura del gobierno de Felipe González.
“En la Resistencia me transformé en un personaje de André Malraux”, dijo Semprún en una ocasión. La referencia al autor de La condición humana es imprescindible para entender su actitud vital y literaria. Si lo admiraba tanto –en el maquis en Borgoña llevaba en su mochila un ejemplar de La esperanza–, ello se debía a que en Malraux confluían el intelectual y el hombre de acción. Además, era el epítome del escritor comprometido. Había abrazado la causa anticolonialista en Asia, el movimiento antifascista en Europa, la defensa de la República en la guerra de España y la resistencia contra los invasores nazis en Francia. Y, por cierto, como novelista había ahondado en la naturaleza contradictoria del ser humano y sus conflictos morales.
No obstante, pese a que Semprún quiso seguir un camino paralelo, hay una divergencia sustancial entre ambos. Si bien Malraux simpatizó con los ideales comunistas, a partir del pacto germano-soviético fue tomando distancia y se apartó definitivamente cuando se percató de la deriva totalitaria de la URSS. Por el contrario, Semprún se integró en el Partido Comunista. Más aún, su fidelidad al mismo le impidió reconocer los crímenes de la era estalinista y permaneció en sus filas hasta que fue expulsado en 1965, acusado de desviacionista. Al final, acabaría condenando los regímenes totalitarios y se inclinaría por el socialismo democrático.
¿Por qué Semprún no se desligó a tiempo del comunismo, sobre todo cuando la Unión Soviética aplastó la revuelta húngara en 1956? Según explicó, su pertenencia al PCE era su única manera de continuar activo en el combate contra el franquismo. Por espacio de diez años había desempeñado una exitosa labor encubierta en Madrid, infiltrándose entre los estudiantes universitarios y captándolos para desarrollar las estrategias del partido, bajo el alias de Federico Sánchez. Era un revolucionario profesional al que no le arredraba correr riesgos y llegó a ser el agitador más buscado por la policía española. Por lo demás, sus viajes le habían permitido reencontrarse con la lengua y costumbres de su país, del que se había desarraigado en el umbral de su adolescencia. De ahí que su exclusión significara perder todo lo que había dado sentido a su vida hasta ese momento. ¿Cómo contrarrestar ese enorme vacío? Fue en esas circunstancias que decidió retomar una vocación que había postergado desde los albores de su juventud: la literatura.
Tal como refiere en La escritura o la vida (1994), una vez concluida la guerra, había empezado a pergeñar un libro sobre su traslado a Buchenwald hacinado en un vagón de tren, donde varios de los prisioneros murieron de hambre y agotamiento. Sin embargo, se había visto obligado a desistir al tropezar con un obstáculo insalvable. Escribir implicaba recordar y eso le resultaba en extremo doloroso. Contar lo que había experimentado en el lager suponía revivir el horror, a tal punto que lo asaltó la tentación del suicidio. Por tanto, dejó de escribir. Tendrían que pasar casi dos décadas antes de que pudiera reanudar aquella incursión novelesca que titularía El largo viaje y con la que iniciaría una notable carrera literaria.
Semprún hizo suya una frase de Malraux, la misma que puede extenderse a toda su trayectoria: “Busco la región crucial del alma donde el Mal absoluto se opone a la fraternidad”. En consecuencia, se esforzó por intentar comprender el proceso de deshumanización que habían padecido él y sus compañeros de infortunio en Buchenwald, esa antesala del infierno en la tierra donde fueron aniquiladas 56 000 personas. Esta cuestión trascendental lo perseguiría el resto de su vida.
En vísperas de su muerte, en 2011, declaró que le preocupaba sobremanera que llegara el día en que ya no hubiera supervivientes, alguien capaz de revelar lo que había sido “el hambre, el sueño, la angustia, la presencia cegadora del Mal absoluto. Ya nadie tendrá en su alma y en su cerebro, indeleble, el olor a carne quemada de los hornos crematorios”. A su juicio, esa tarea les correspondería a los novelistas, pues “solo la literatura puede transmitir la memoria viva”. Dado que un mero testimonio a menudo parecía increíble, su recreación con los artificios de la ficción lo haría verosímil y, por ende, verdadero.
A cien años de su nacimiento, Jorge Semprún encarna, como pocos escritores, el espíritu y la historia del siglo XX. Su obra es la mejor lección de resistencia que nos ha legado un valiente humanista que nunca se doblegó ante el imperio de la violencia y la sinrazón.