Michelle Salcedo

Recientemente, en un colegio supuestamente prestigioso de Lima –del tipo que ofrece educación privada en cuatro idiomas con sistema de inmersión y una serie de certificaciones internacionales– una de las responsables de admisión que se encontraba entrevistando a una pareja de padres comentó que en el colegio tenían un niño con habilidades especiales. Explicó que, “lamentablemente”, hoy en día los colegios ya no podían evaluar a los niños como parte del proceso de admisión y tenían que recibir “todo tipo de casos” y, como si el hoyo que ya había cavado no fuese suficientemente grande, agregó que no entendía por qué los padres no se daban cuenta de que ese colegio no era para “ese tipo de niños” e insistían en mantenerlo ahí.

Hace varios años, los temas de diversidad, equidad e inclusión (DEI) se vienen trabajando en el sector empresarial y se han logrado ciertos avances importantes, especialmente en aspectos referidos al género. Por ejemplo, vemos hoy mayor preocupación por la equidad salarial (recogida incluso por ley), por promover mayor presencia de mujeres en cargos ejecutivos y en directorios, por implementar prácticas y modelos culturales que faciliten el desarrollo profesional de hombres y mujeres por igual, entre otras cosas. Eso está muy bien. Sin embargo, existen otros ámbitos, como el de la inclusión de personas con discapacidad o necesidades especiales, en los que el camino por recorrer aún es largo y desafiante.

Si bien hay algunos esfuerzos por promover la inclusión en términos más amplios, es difícil ver la incorporación laboral plena y general de personas con discapacidad severa, trastorno de déficit de atención e hiperactividad (TDAH), autismo o discapacidad intelectual, por mencionar solo algunos ejemplos. Una mirada a lo que ocurre en eslabones previos de la cadena, como la etapa escolar, por ejemplo, evidencia que esto no es de extrañar, pues lo cierto es que estamos intentando construir el tercer piso de un edificio al que nos olvidamos de ponerle cimientos.

El informe sobre “El Derecho a la Educación Inclusiva” elaborado por la Defensoría del Pueblo evidencia que, a pesar de que nuestro país cuenta con una política de educación inclusiva, más del 80% de las instituciones de educación básica regular (EBR) no ha incorporado a alumnos con necesidades educativas especiales y/o discapacidad; y aquellas que sí lo han hecho enfrentan severas dificultades para atenderlos. Asimismo, tan solo el 18% de niñas, niños y adolescentes con discapacidad tiene acceso a EBR. Si queremos garantizar la diversidad, equidad e inclusión en el ámbito laboral en términos más amplios que solo el género, debemos poner especial atención en la formación educativa para que tengan oportunidades para acceder y competir en el mercado laboral.

Por supuesto, desde el lado corporativo debemos seguir impulsando el tema, pero no podemos mirar solo esa parte. La DEI es, sobre todo, materia de responsabilidad individual y ciudadanía; es decir, son temas que debemos promover activamente en nuestra vida diaria, como parte del ejercicio de ser ciudadanos responsables. ¿Qué estamos haciendo en nuestro día a día para mejorar la situación? ¿Hemos visto, por ejemplo, si los colegios de nuestros hijos tienen políticas y prácticas reales para promover la DEI? ¿Nos hemos asegurado de estar formando ciudadanos que valoren a otros por sus diferencias y no los rechacen o marginen?

Y sobre la vergonzosa y casi inverosímil historia con que inicia este artículo, ojalá sea pronto que cualquier madre o padre de familia, docente, director, alumno o persona en general, al escuchar una cosa así pueda rápidamente reaccionar y responder que nuestro sistema educativo no es para “ese tipo de pensamiento discriminatorio, sesgado y reprochable”, y que, afortunadamente, sí podemos evaluar a los responsables de las instituciones educativas y elegir.

Michelle Salcedo es experta en gestión humana, comunicación corporativa y sostenibilidad