Después de estar preso 580 días, el expresidente de Brasil Luiz Inácio Lula da Silva fue puesto en libertad el viernes 8 de noviembre. Aunque la decisión del Supremo Tribunal Federal no impide que Lula regrese a prisión por otra condena (aún está vinculado a otros procesos), la liberación del político más amado y odiado del país tendrá repercusiones significativas.
La libertad de Lula le permitirá al Partido de los Trabajadores (PT), la fuerza opositora más importante del país, pasar página de la intensa campaña para sacar a Lula de prisión y centrarse en algo más importante: ser el contrapeso de Bolsonaro, el exdiputado de extrema derecha que llegó al poder el año pasado. Desde que Lula fue encarcelado, en abril del 2018, el PT ha estado alejado de los grandes debates nacionales.
Pero Lula también ha sido un obstáculo para hacer un recambio generacional en la centroizquierda e izquierda brasileñas. Se puede argumentar que su liberación dificultará aún más la posibilidad de un nuevo liderazgo que pueda enfrentarse con éxito al discurso de la extrema derecha. Sin embargo, mientras estuvo preso, ningún otro político logró ganar protagonismo en las discusiones nacionales. La realidad es que, hoy, Lula es la única figura opositora capaz de entusiasmar a multitudes.
Cuando fue encarcelado, Lula lideraba las encuestas de intención de voto para la elección presidencial del 2018. Ahora, se espera que Lula empiece a viajar por el país en una campaña para recuperar el tiempo perdido y recobrar su protagonismo definitivo en la vida política brasileña.
Su liberación, sin embargo, tiene un elemento paradójico: que Lula esté en libertad puede encender aún más la polarización que vive Brasil desde hace cinco años. Muchos de los brasileños que votaron por Bolsonaro en el 2018 son antipetistas aguerridos y defensores incondicionales de la operación Lava Jato, pero las encuestas revelan que un buen porcentaje de ellos están descontentos con su gestión: Bolsonaro tiene el peor porcentaje de popularidad (32%) entre los presidentes en su primer año de gobierno desde 1987.
Aun así, el sentimiento entre un sector de la sociedad es de ira por la libertad recién adquirida de Lula. Para muchos, su liberación significa la derrota del combate a la corrupción. Ahora, con un enemigo claro en las calles, Bolsonaro podrá desviar la atención de sus errores sucesivos –de su incapacidad para controlar los incendios en la Amazonía a las ofensas vergonzosas a líderes mundiales– y recuperar su discurso anticorrupción, que ha quedado erosionado por las revelaciones de manejos oscuros de su familia y su partido.
América Latina vive momentos de descontento y agitación , por lo que tanto el gobierno como la oposición deben ser cuidadosos con sus discursos beligerantes. Aunque es ingenuo pensar que ambos bandos optarán por el camino de la conciliación y la unión que necesita con urgencia Brasil, tanto Lula como Bolsonaro deben intentarlo.
Otro de los males frecuentes de América Latina es el culto a la personalidad en la política. Ese vicio se ve tanto en Bolsonaro como en Lula. Y debe terminar. Es bueno que Bolsonaro tenga a un oponente de su calibre para equilibrar el debate político. Pero, en este momento, la política brasileña necesita sacudirse el personalismo que provoca una dependencia tóxica en uno o dos políticos. Lula ha regido la vida pública brasileña desde el 2002, cuando fue elegido presidente. Desafortunadamente, con la incapacidad de nuevos líderes de convertirse en voceros de la oposición, no se ve cerca un cambio.
–Glosado y editado–
© The New York Times