La economía social de mercado (ESM) no fue un invento del expresidente Alberto Fujimori ni de la Constitución de 1993, sino que sus bases se encuentran en la Escuela de Friburgo y en el ordoliberalismo alemán y cuya aplicación efectiva en Alemania data de 1948.
Pero ¿cuál es el fundamento de este ordenamiento mediante el que se obró el milagro económico alemán de posguerra? La dignidad de la persona humana, lo que implica el respeto por el derecho de esta a organizar su vida según sus propios criterios y que ella es la responsable de todos sus actos y decisiones.
La ESM es una síntesis de la tradición político-económica liberal y el pensamiento socialcristiano, en la que el mercado y el Estado están al servicio de la persona humana y no al revés, bajo la premisa de que la lógica económica no puede –y no debe– ser el único principio de organización social. No es ni liberalismo extremo («laissez faire et laissez passer, le monde va de lui même»), ni socialismo (dirigismo estatal y economía planificada), pues ambos son contrarios a la dignidad humana; el primero, porque su fundamento último es la competencia y el segundo, porque anula a la persona en favor de lo colectivo.
Es el respeto a la dignidad de la persona humana lo que conlleva a un manejo cuidadoso y prolijo de la economía y, a su vez, a una profunda atención y preocupación por la cuestión social. Política de precios libres, autonomía del banco central, equilibrio fiscal, libertad contractual e inviolabilidad de la propiedad privada, sí, pero también un estado fuerte –no sobredimensionado, sino eficaz, eficiente y efectivo– para intervenir ante fallas de mercado mediante mecanismos conformes con él, así como para atender la cuestión social (salud, educación, justicia y seguridad ciudadana), teniendo como principios operativos la subsidiariedad y la solidaridad.
El descuido de la cuestión social trae como consecuencia una atención deficiente de los centros de salud y de la administración de justicia, mala o pésima educación pública, y una situación de incertidumbre y zozobra social por temas de inseguridad pública. Esto, además de desacreditar el ordenamiento y aun cuando las políticas económicas sean exitosas (crecimiento económico, equilibrio fiscal, estabilidad de precios, etc.), genera inestabilidad política y social. Las protestas sociales del 2019 en Chile son un ejemplo de ello.
Cuando surge el descrédito, aparece la demagogia (promesas imposibles de cumplir), el populismo (adopción de medidas irracionales en lo económico) y el asistencialismo (entrega indiscriminada de subsidios), fenómenos que, a pesar de ser contrarios a la dignidad humana –pues convierte a las personas en dependientes de la dádiva estatal, haciéndolas manipulables–, tienen un alto nivel de receptividad en los sectores desatendidos por la política social, lo que conlleva a la protesta y al conflicto.
Lo anterior explica, en buena medida, lo que viene pasando en nuestro país. Es decir, la ESM está en serio peligro puesto que no basta la evolución favorable de la economía en las tres últimas décadas –que es resultado de las reformas de los 90, en las que debemos seguir profundizando–, sino que se ha descuidado la cuestión social en la que no se han hecho –o se han hecho mal– reformas en salud, educación, justicia y seguridad interna. Dicho descuido es la causa del malestar social que, mediante propuestas demagógicas, populistas o asistencialistas, pretende ser capitalizado por quienes reclaman una asamblea constituyente para instaurar políticas que en el pasado nos llevaron al estancamiento económico, a las empresas estatales deficitarias, a la hiperinflación y a la escasez de productos básicos de la canasta familiar.