La política educativa debe expresar una visión de Estado y no una política de gobierno que cambie con la administración de turno. El año y medio de vigencia de la nueva ley muestra aspectos positivos y negativos para el logro de la calidad universitaria. Sin embargo, preocupan rasgos impositivos y autoritarios que mal auguran su existencia futura.
Tres aspectos demandan correcciones. Primero, la conformación del Consejo Directivo de la Superintendencia Nacional de Educación Superior Universitaria (Sunedu), en el que la dependencia y sumisión al Ejecutivo es un potencial atentado a la libertad de pensamiento. Segundo, graves errores académicos surgidos de un diseño excluyente y autoritario; y, tercero, un carácter punitivo y no promotor que ha terminado, increíblemente, paralizando la acreditación y la reinversión en tan corto tiempo.
La dirección de la Sunedu muestra errores y aciertos. Su Consejo Directivo no lidera y se relega al Ministerio de Educación (Minedu). Es un error que el concurso público que elige a sus miembros sea administrado por el Ejecutivo, y que no se requiera a los postulantes de un ensayo sobre la universidad para conocer su pensamiento y así conformar un órgano plural y con visión de Estado. Hoy son los asesores del Minedu quienes dirigen. Los profesionales de la superintendencia demuestran capacidad técnica y esfuerzos por regular eficientemente la gestión para la calidad, pero la ley no les hace fácil la tarea.
Definir condiciones básicas para licenciar o crear una universidad parece un logro importante, pero ellas ya existían para las creadas por el Consejo Nacional para la Autorización de Funcionamiento de Universidades (Conafu). El problema fue su incumplimiento, que Conafu no sancionó porque los comités evaluadores eran parte suya. Los licenciadores deben ser externos a la Sunedu.
Desde lo académico es un error garrafal permitir solo el 50% de educación virtual. Hubiese sido suficiente corrección que las evaluaciones al alumno sean presenciales o con control biométrico. Otras fallas son desconocer grados de importantes universidades extranjeras para el ejercicio docente, prohibir dictar tres ciclos por año, exigir más grados a los directores de carrera que a los decanos o dejar de lado para el ejercicio docente a destacados profesionales por no dedicarse a tiempo completo a ello, lo que debiera ser más bien una fortaleza.
A la universidad pública la ley aporta poco. Cambió la elección de autoridades sin corregir el clientelismo. No ha incrementado sus recursos y la ha sometido a un intervencionismo de carácter dictatorial. La universidad pública debe mejorar, innovarse en su gestión hacia la calidad, pero ello requiere concertar interna y externamente, y nada de ello se ha promovido.
Pero la debilidad más fuerte de la ley es su identidad punitiva en lugar de promotora, evidenciada en que sus resultados principales son un reglamento de sanciones y la parálisis de la acreditación y la inversión educativa.
Ha demorado en regular la creación (licenciamiento) de nuevas universidades y filiales. Ha paralizado la acreditación universitaria al hacerla dependiente del licenciamiento. Ha paralizado la reinversión al exigir la acreditación institucional que ninguna universidad tiene, ¡y estos procesos deben hacerse en tres años! (de los cuales ya pasó uno al ser una reglamentación inconstitucionalmente retroactiva). En fin, se trata de un círculo perverso de desmotivación que fomenta oligopolios y poca calidad, y desprecia a la competencia y la libre iniciativa como impulsores de la excelencia en la gestión.