El Estado en su versión moderna surge antes que la democracia como mecanismo para garantizar el cuidado de las fronteras y el orden interno. El contrato social reside en ceder el uso de la violencia a las fuerzas del orden para que estas se encarguen de mantener la paz y permitan el desarrollo pacífico de los negocios y proyectos de vida. Los súbditos del rey, en un inicio, y la ciudadanía, en nuestros tiempos, pagan impuestos para este fin, así como para la construcción de carreteras y otros fines que se le da al dinero público.
En el período de posguerra, surge en Europa el concepto de estado de bienestar. Como Estado, había que empezar a cubrir otras necesidades básicas o fundamentales como las pensiones, el aseguramiento social y la salud, el alivio frente al desempleo, entre otras. En el Perú tuvimos programas sociales en los años 90 y décadas posteriores, y candidatos con promesas y medidas de desarrollo con inclusión social como Pensión 65, Juntos, Cuna Más, Qali Warma, entre otros.
En Latinoamérica, entre los años 70 y 80 del siglo pasado, hubo gobernantes que olvidaron los principios macroeconómicos y cedieron a tentaciones que generaron hiperinflación y déficit fiscal. Sin una inflación y deduda pública de tamaños razonables, la economía se erosiona y no es viable el crecimiento de los negocios ni la predictibilidad que permite la construcción de proyectos de vida. Por este motivo, hoy se sigue resaltando la importancia de no omitir las reglas y metas fiscales y monetarias.
En medido de crisis económicas, tomaron fuerza las recetas de modernización, como ajustes para ahorrar o gastar de manera eficiente, con intervenciones costo-efectivas. La Nueva Gestión Pública y la modernización del Estado aparecieron como herramientas que prometían lograr más, gastando lo mismo o incluso menos. Para ello, había que medir el desempeño utilizando indicadores para un monitoreo oportuno. Un servicio profesional, meritocrático y con personal idóneo minimizaría el crecimiento excesivo y politizado de la burocracia, aminorando costos y buscando dejar de lado la visión del gobierno como botín.
Con las olas democratizadoras, llegó a Lationamércia el concepto de autogobierno, que declara al pueblo como soberano y a la clase gobernante como responsable de rendir cuentas por sus acciones. El desarrollo tecnológico y la digitalización a escala global trajeron nuevas tendencias como la transparencia, la integridad y el gobierno abierto. Estos esquemas gubernamentales prometieron reducir el espacio para la corrupción y tener una ciudadanía más vigilante y participativa, con burocracias ágiles e inclusivas que desarrollan servicios en entornos digitales seguros, dejando atrás la imagen de una administración pública lenta y recuperando la confianza.
Tenemos, en suma, un cúmulo de promesas: i) el imperio de la ley y el Estado de derecho garantizados con imparcialidad, así como el respeto a la vida, la integridad o la dignidad, ii) un pacto social que reduzca brechas y asegure prestaciones sociales básicas con un enfoque de derechos, iii) pero también fiscal y monetario, para contar con condiciones mínimas para la prosperidad y el desarrollo de proyectos individuales o colectivos, iv) un sistema de gobierno en el que podamos ser parte de las decisiones públicas, determinando o influyendo en su curso, v) un gobierno que busque lograr cada vez más, gastando cada vez más eficientemente, iv) un servicio civil íntegro, con profesionales idóneos y con una línea de carrera basada en el mérito y vii) unos datos abiertos que nos permitan monitorear las acciones gubernamentales oportunamente, asegurando transparencia y rendición de cuentas.
Si bien es posible repasar las promesas de nuestros arreglos institucionales, queda pendiente conocer en qué medida dichas promesas han sido cumplidas. Es cierto que hay algunos indicadores, sea a nivel nacional o internacional, que permiten aproximarnos a establecer cierto nivel de avance. Sin embargo, la investigación al respecto es escasa, por lo que no se cuenta con evaluaciones suficientemente comprehensivas que nos permita dilucidar si el Estado que tenemos es gobernado efectivamente por la ciudadanía, si es abierto, transparente, capaz de garantizar servicios públicos con condiciones básicas de calidad, asegurar el imperio de la ley, la seguridad (no solo física, sino también digital) combatir la corrupción, y calcular y optimizar los costos para tener políticas eficientes y efectivas.
En suma, ¿estamos avanzando y dando los pasos correctos hacia un gobierno que tiene a la ciudadanía como centro y parte activa de las decisiones, y que nos permite sentirnos cada más satisfechos por cómo estas decisiones públicas se materializan en mejores condiciones? Varios indicadores revelan más bien un descontento, insatisfacción, percepción de inseguridad y desconfianza crecientes, junto con una desaprobación a quienes deciden en nuestro nombre: las autoridades electas. Por eso, corresponde investigar más, para tener un mejor panorama de lo logrado y entender por qué, si bien algunos indicadores pueden haber venido mostrando avances (macroeconómicos en las últimas décadas o los índices de gobierno digital más recientemente), en lo subjetivo la situación es crítica. Y si creemos que la ciudadanía es soberana, y su percepción importa, es evidente que hay mucho por esclarecer.