Contrariando un prejuicio histórico muy extendido, habría que señalar que en la república temprana las elecciones involucraron a una parte amplia de la población. El derecho al sufragio alcanzaba a un gran número de peruanos como secuela de la Constitución de Cádiz, que concedió la ciudadanía a casi todos los sectores sociales.
Para poder votar, bastaba ser un varón mayor de edad o casado que, además, fuese propietario o pagase alguna contribución fiscal. Los excluidos eran las mujeres, esclavos y sirvientes, bajo la suposición de que su voluntad estaba representada por su marido o amo.
Sin embargo, los votantes no elegían a un presidente, sino a unos electores que, en una segunda vuelta, reunidos en un “colegio electoral”, escogían a electores de más alto rango, hasta llegar así al Congreso, que elegía al presidente. El Congreso que eligió al primer presidente, José de la Mar, reunía, por ejemplo, a solo 83 hombres, concebidos como representantes de la voluntad de la población nacional.
El procedimiento de la elección indirecta puede resultarnos hoy extraño, pero correspondía a una sociedad en que la falta de medios de comunicación y el predominio de una población iletrada volvía difícil que los candidatos presidenciales pudiesen emprender campañas nacionales. La idea era entonces que los votantes eligiesen a personas de su localidad en cuyo criterio confiasen para una decisión de tanta consecuencia.
Los propios miembros de la mesa de cada distrito o parroquia eran el resultado de una primera elección. La votación se realizaba en las plazas de las poblaciones, lo que motivó que, durante la madrugada previa a los comicios, ocurriesen batallas campales entre los seguidores de los principales contendores para tomar las plazas y así controlar las mesas y el resultado del escrutinio.
La prensa y el correo fueron otras herramientas fundamentales de las campañas de entonces. El primer presidente civil, Manuel Pardo, gastó una fortuna al enviar cartas a sus contactos y correligionarios en la campaña electoral de 1872.
En 1896 se reformó la ley electoral estableciendo el voto presidencial directo, pero recortando radicalmente el derecho al sufragio. Únicamente votarían los varones alfabetos mayores de 21 años.
Las personas calificadas para el voto se restringieron a unas 150 mil, lo que representaba a menos del 5% de la población peruana de entonces. La confección de estas listas era realizada por una junta compuesta por los mayores contribuyentes de cada provincia, que, a su vez, eran identificados por el Ministerio de Hacienda.
El gobierno en funciones tenía, así, cierto poder para intervenir en las elecciones. Aunque estas fueron en adelante más ordenadas que los tumultuosos comicios del siglo XIX, se convirtieron en un acto elitista en el que una minoría de hombres educados, habitantes de las pocas ciudades existentes, decidía el destino político del país.
La mecánica electoral volvió a sufrir un cambio importante en 1931, cuando el voto se volvió obligatorio. Para las elecciones de 1933, por primera vez se imprimieron cédulas de votación iguales con los nombres de los candidatos, de modo que bastase marcar un aspa en el recuadro correspondiente. El voto pasó a ser anónimo y secreto, pero se mantuvo la exclusión de los analfabetos, que –según el censo de 1940– comprendían al 58% de la población.
Los cambios que extendieron el derecho al voto hasta cubrir a dos tercios de la población ocurrieron en la segunda mitad del siglo XX. Desde 1956 se permitió el voto femenino y desde 1980 el voto analfabeto, al tiempo que la mayoría de edad se rebajó a los 18 años.
Esta ampliación tuvo un efecto democratizador, al incluir el punto de vista de la mujer, el habitante rural y el estudiante, aunque de momento ningún presidente peruano haya provenido de estos grupos. La elección presidencial volvió a ser masiva y tumultuosa como en el siglo XIX, pero con la novedad de las encuestas, que van midiendo el ánimo de la ciudadanía previo al día decisivo.