Rafael López Aliaga no será el alcalde de Lima. Será su presidente. Su dictadorcillo sin facultades. Su campaña así lo reflejó. Promesas presidenciales que ni un presidente podría cumplir: hambre cero en un país con inversión privada estancada e inflación sostenida; delincuencia cero en un país en el que el objetivo del Ministerio del Interior no es proteger a la ciudadanía, sino a Pedro Castillo; y corrupción cero en el país donde pareciera que esta se inventó. Sus eslóganes electorales hacen del ‘Toledo, más trabajo’ del 2001 una promesa distrital.
Como presidente electo de Lima, López Aliaga cree que puede hacer oposición desde la municipalidad. Ha rechazado una reunión con el presidente de la República cuando en buena medida sus propuestas, como las modificaciones al Metropolitano y el proyecto de conectar el norte y el sur de la capital con redes subterráneas, dependerán del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) y del Ministerio de Transportes y Comunicaciones (MTC). Esto, con el agravante de que los ministros en este país se cambian como la ropa interior.
Las consecuencias de una actitud presidencial en el próximo alcalde de la capital pueden terminar afectando la calidad de vida de los limeños. Aunque Castillo sea formalmente un acusado por corrupción, que el alcalde le dé la espalda creyendo que está al mismo nivel que un presidente de la República –al menos en investidura– no es más que un juego de suma cero en el que los perdedores seguirán siendo las presas de las motos rapaces, las señoras que atienden su botica a reja cerrada o los pacientes resignados de las colas del Metropolitano.
No vaya a ser que la actitud presidencial-opositora de López Aliaga motive a que el Ejecutivo lo termine marginando. Es por todos sabido que en obstrucción Castillo tiene una maestría original. Con funciones limitadas por un exiguo presupuesto, la competencia de la Autoridad de Transporte Urbano (ATU) sobre el caos del tránsito, la del Ministerio del Interior en la ley de la selva que impera en las calles y la del MTC sobre proyectos de infraestructura, la Municipalidad de Lima necesita aliados, buenas relaciones y mucho diálogo. Un alcalde con ínfulas de presidente y poco respeto por las instituciones no es necesariamente un ejemplo de diplomacia.
En la historia reciente, la Municipalidad de Lima ha sido principalmente técnica y administrativa. Su esencia ha sido la gestión; desde luego, no aplicar políticas públicas y, mucho menos, fiscalizar. El estilo en los últimos períodos municipales ha sido silencioso, de perfil bajo, casi anodino. Luis Castañeda no habló, a Jorge Muñoz no se le vio, al de ahora no se le conoce el nombre. Rafael López Aliaga es todo lo contrario. Es grandilocuente, ideologizado, de formas caudillistas.
Como presidente de Lima, López Aliaga no será tanto un gestor o un administrador, sino un político. Creerá cabalgar el caballo de Napoleón mientras se mece en el pony municipal. Será noticia constante, a diferencia de los últimos alcaldes; los medios estarán detrás de sus metidas de pata verbales, de su prepotencia. También los liberachos –'liberales’ de ideas progresistas, pero actitudes de fachos– que se ofenden por todo y los conservadores que verán en él a un reivindicador.
Cursando ya el séptimo año de una crisis política ininterrumpida, habiendo pasado de una guerra explosiva entre el Ejecutivo y el Congreso a una pugna de barrio con la fiscalía como réferi, ahora los doblegados limeños tendrán que acostumbrarse a la polarización, la división y el enfrentamiento, esta vez desde uno de los últimos bastiones sin contaminar: la Municipalidad de Lima.