El Caso Lava Jato se inició en el 2014, con las primeras investigaciones contra las empresas brasileñas, y fue potenciado con el acuerdo entre Odebrecht y el Departamento de Justicia de Estados Unidos, el 21 de diciembre del 2016, en el que la constructora reconoció inicialmente que había cometido delitos en el Perú por US$29 millones; apenas la punta del iceberg frente a los miles de millones de dólares que dicha empresa y sus socias locales facturaron durante más de 30 años al Estado Peruano.
Aunque hoy nos consoláramos con un “algo es algo” o “del lobo un pelo”, tampoco puede cantarse victoria porque han pasado cinco años y hasta ahora ningún caso ha sido sentenciado ni llevado a juicio, descontando, claro está, la condena contra el ex gobernador regional de Áncash César Álvarez, condenado por el caso de la carretera Chancas-San Luis, aunque no a cargo del equipo especial Lava Jato. Esto contrasta, por ejemplo, con el Caso Vladimiro Montesinos, en el que, aún con el sistema escriturario y engorroso del viejo Código de Procedimientos Penales de 1940, los juicios orales empezaron en febrero del 2003, luego de dos años de procesamiento. Ahora, el saldo es menos optimista, si consideramos que las prisiones preventivas más emblemáticas, como las de Humala-Heredia y Keiko Fujimori, fueron revocadas por el Tribunal Constitucional, o irremediablemente caducaron sin acusación, como en el Caso Belaunde Lossio.
Y es que las prisiones preventivas son apenas un espejismo de éxito. El Ministerio Público debe garantizar la eficacia de la persecución en el Caso Lava Jato y lidiar, en ese contexto, contra las fuerzas del poder político y económico. Se trata de delitos muy complejos, producto de la sinergia entre criminalidad empresarial, delincuencia gubernamental y el crimen organizado. Por lo tanto, descubrir y perseguir estos ilícitos demanda enormes recursos personales y logísticos, pero, sobre todo, mucha experiencia en el manejo financiero, contable y corporativo.
El Caso Lava Jato conlleva una pobre “verdad” que se ha venido conociendo gota a gota. Mientras Odebrecht juega un fino ajedrez para seguir operando en el Perú o para cobrar hasta el último centavo de los proyectos que aún mantiene y evitar que sus directivos sean perseguidos por la justicia peruana, el Ministerio Público ha seguido el juego al ritmo que le imponen, a la velocidad de la información que se ha venido recibiendo en cómodas cuotas, según cómo el Estado se comporte ante la empresa.
Tras cinco años de procesamiento, el Ministerio Público tiene un solo camino. Ninguna lucha contra la corrupción se gana desde la tribuna o desde el escritorio. Es momento de que los fiscales usen el poder, las herramientas que les otorga el Nuevo Código Procesal Penal del 2004 y la Ley de Criminalidad Organizada 30077, para formular las acusaciones correspondientes y poner los esfuerzos necesarios, ya no para obtener prisiones preventivas que pueden revelar falsos positivos –y, cuando se revocan, una sensación de impunidad–, sino para que los juicios orales se inicien con celeridad y se dicten las sentencias correspondientes.
Como en el fútbol, aquí solo importan los resultados, no se trata de “jugar bonito” o de obtener aplausos adelantados, sino de anotar goles. La fiscalía debe clasificar sus casos según la complejidad, el número de imputados, el tiempo que ya conlleva la investigación y seleccionar para el 2020 los procesos con mayor fuerza probatoria, llevarlos a juicio y, de ser el caso, vencer a los acusados y obtener condenas efectivas que restituyan verdaderamente la credibilidad del sistema, la vigencia de la ley penal.