Así es Lima: un escenario en el que se libran batallas en torno a temas gravitantes de interés público, que inciden directamente en el día a día de todos quienes vivimos en esta ciudad. Donde la cansina irracionalidad, la confrontación política que se diluye en la coyuntura de las encuestas y los titulares mediáticos se enfrentan con una realidad de lugares tangibles y permanentes. La isla Cantagallo es uno de esos espacios ante los cuales no se puede ser esquivo o pretender distorsionar la realidad de los hechos.
La tragedia que atravesó la comunidad shipiba, y la urgente necesidad de encontrar una solución para sus damnificados, es una realidad con la que casi todos nos sentimos identificados. Esta situación, sin embargo, no debe servir de excusa para evadir uno de los grandes problemas que atraviesa al Estado en todos sus niveles y, en mayor grado, a la Municipalidad Metropolitana de Lima: la incapacidad de ordenar y gestionar el uso del suelo en concordancia con las prioridades que establece el interés público.
La isla Cantagallo posee un potencial estratégico para contribuir a mejorar las condiciones de vida no solo de las más de 400 familias que fueron afectadas, sino de manera directa a los residentes del entorno de Barrios Altos, el Rímac y el Centro Histórico, además de los miles de limeños provenientes de diversos distritos de la capital que acuden al centro por múltiples motivos y que acceden a él en condiciones precarias, rodeados de un alto nivel de deterioro urbano.
Arraigar de manera definitiva a la comunidad shipiba en Cantagallo, como acaba de anunciar el presidente de la República, implica sacrificar una oportunidad estratégica para la recuperación del Centro Histórico. Al haber perdido la oportunidad de hacerlo con una planificación anticipada de los Juegos Panamericanos, tal vez esta era la última carta que se jugaba la ciudad para generar un impacto revitalizador en su área central con un gran espacio público de carácter estructurante: un gran parque metropolitano de 25 hectáreas con servicios recreativos, culturales y ambientales complementado con un gran proyecto de arquitectura pública que sintetice los valores promisorios que encarna esta metrópoli emergente. Cuando menos, el proyecto emblemático de Lima para el bicentenario. La Municipalidad Metropolitana de Lima, ahora liberada de este desafío y de la responsabilidad de tener que reubicar a la comunidad shipiba, debe estar más agradecida con el presidente incluso que los mismos damnificados.
Seamos claros, este espacio lo estamos perdiendo no ante la urgente necesidad de resolver la tragedia de la comunidad shipiba, sino ante la cada vez más alarmante incapacidad del Estado por gestionar proyectos de infraestructura, vivienda y desarrollo urbano que respondan a desafíos complejos. Y no siempre ha sido así. Hace 50 años sí se pudo reubicar a cientos de familias humildes que ocupaban este mismo terreno en viviendas dignas en la zona de Caja de Agua.
Me pregunto qué ha pasado en las últimas cinco décadas para que esas capacidades de gestión se hayan reducido a un nivel tan deficiente que ahora no nos queda más que aceptar el sacrificio de un terreno tan valioso y estratégico para el interés público mayoritario. La respuesta no es posible encontrarla, sin duda, en las encuestas ni en los titulares de impacto que se desvanecerán tan pronto como aparecieron, mientras la ciudad y sus habitantes somos los que siempre permanecemos y sobrevivimos a las decisiones de nuestras autoridades.
El autor ha sido coordinador técnico del Plan Metropolitano de Desarrollo Urbano de Lima y Callao al 2035 (PLAM 2035).