La tragedia ha sido más profunda en el Perú que en otras partes del mundo. De acuerdo con el Coronavirus Tracker del “Financial Times”, actualizado a principios de mes, nuestro país ha sufrido el mayor número de muertes en exceso por cada millón de habitantes desde que fuera declarada la pandemia. De hecho, se ubica en el quinto lugar en la escala global de fallecidos, solo por debajo de países que superan los 100 millones de habitantes: Estados Unidos, México, Rusia y Brasil. Sin embargo, mientras que en algunos de ellos el número de muertes diarias ha decrecido, el Perú se encuentra en su peor momento. Según el Ministerio de Salud, en abril un peruano ha muerto cada cinco minutos debido a la infección del virus SARS-CoV-2. Ha sido, hasta el momento, el mes más cruel.
El número de pérdidas humanas que experimenta el Perú no tiene precedentes inmediatos. El Sistema Informático Nacional de Defunciones (Sinadef) superó esta semana la marca de los 160 mil fallecidos por COVID-19, cifra que recoge tanto el deceso de personas con diagnóstico confirmado como aquellas sospechosas de haber perecido por la enfermedad. Para aclarar las cifras, el Gobierno conformó recientemente un equipo de funcionarios y expertos para proponer criterios de actualización. Su trabajo será fundamental para medir la magnitud de nuestra pérdida, pero va quedando claro que las muertes en exceso generadas por la pandemia superan largamente a las víctimas del conflicto que enfrentó a las fuerzas contrasubversivas del Estado con organizaciones terroristas: 69.280 de acuerdo con el estimado de la Comisión de la Verdad y Reconciliación.
Cómo hemos llegado a esta situación debería ser una tarea de profunda reflexión. No solo porque necesitamos contener una situación que, lejos de terminar, empeora; sino porque el Perú no es viable como república si nuestra sociedad –y, sobre todo, nuestro sistema político– tolera tal grado de sufrimiento humano. ¿Qué país es posible si se considera aceptable la muerte de más de 100 mil personas por falta de atención médica? La época en la que miles de peruanos, en su mayoría pobres e indígenas, perecieron en medio de la indiferencia del poder civil (que delegó sus funciones a las Fuerzas Armadas), parecía haber sido dejada atrás, en un país lejano de hiperinflación y coches repletos de ANFO. Pero resulta que ese país no se había extinto. Años después, ante la imposibilidad de delegar funciones, las autoridades simplemente actuaron con ineptitud, empecinadas en la repartición de medicamentos que –en el mejor de los casos– no empeoraban la situación de los enfermos y sin poder garantizar de manera oportuna el suministro de oxígeno necesario para salvar vidas.
Por supuesto, las razones de la calamidad exceden largamente las decisiones tomadas por las administraciones a cargo. Estas son de carácter más profundo y están asociadas al conservadurismo fiscal que caracterizó cerca de dos décadas de bonanza económica y la extrema fragmentación de nuestro sistema de salud pública . Antes de que arribara la pandemia, no era secreto lo dificultoso de obtener una cita médica en los hospitales públicos, la demora en la programación de operaciones y las condiciones precarias que enfrentaba el personal especializado. Hoy, muchos de ellos ya no están con nosotros. De acuerdo con un informe de la Organización Panamericana de la Salud publicado a principios de año, el Perú ocupaba el tercer lugar en la Américas con mayor cantidad de personal de salud fallecido por COVID-19.
¿Cómo procesar una tragedia de estas proporciones? Tal vez el primer paso sea reconocer su magnitud. Si durante los primeros días de la emergencia los primeros fallecidos acaparaban nuestra atención y solidaridad, con la progresión de las semanas y los meses la muerte masiva se fue haciendo parte de la vida. Rápidamente, entre la lucha por la supervivencia y balones de oxígeno, la pandemia peruana se convirtió en sálvese quien pueda. Pero así no puede funcionar un país, o al menos no uno que tenga una proyección mínima de futuro común. Tanto Martín Vizcarra como Francisco Sagasti, han evitado –salvo declaraciones puntuales– referirse a las víctimas del COVID-19 y hablarles directamente a los miles de deudos. Expresar sus condolencias y compartir su pérdida.
Ambas administraciones han dejado de lado un componente simbólico que no es menor. De hecho, por más que Vizcarra participó en actos de conmemoración a invitación de las Fuerzas Armadas y el Colegio Médico, su vacunación a escondidas fue un golpe duro para la confianza pública y el sentido de solidaridad. Mientras el Congreso encarga una estrafalaria placa conmemorativa del “primer pleno virtual”, el presidente Sagasti tiene la oportunidad de hablar a una nación que ha perdido –de acuerdo con la estimación del epidemiólogo Eric Feigl-Ding– aproximadamente una persona por cada 200 habitantes. Otras democracias han declarado días de duelo nacional o llevado a cabo ceremonias de reconocimiento. Ninguna de ellas ha sufrido el grado de pérdida del Perú. Evitar nombrarlos solo puede contribuir al olvido y al dolor.
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