Carlos Garatea Grau

Cada mañana despertamos con la sensación de habitar un planeta que parece haber extraviado ideas y sentidos esenciales para la vida. Por la noche nos acostamos colmados de agitación por un día que no vimos pasar. Se ha impuesto una velocidad que nos lleva al olvido y a arenas movedizas que nos saturan de incertidumbre. En ese contexto, preguntar por el lugar que ocupa el arte –las artes y la cultura, en general– es preguntar por la brújula que necesitamos para orientarnos. Aunque su mención es un estribillo que genera rápidas adhesiones, las artes y la cultura son dejadas de lado cuando se piensa en el país que anhelamos y en el tipo de formación necesaria para tener ciudadanos que vivan respetando principios y valores democráticos.

Las novelas, el teatro o el cine no solo nos brindan las emociones y la sensibilidad que forman nuestra personalidad, sino que se adquiere un mejor conocimiento del mundo y del heterogéneo universo que almacena el ser humano en su interior. Tal vez por ello el arte nunca es complaciente. Implica rupturas. Hace preguntas. Sorprende y emociona. Un cuadro de o , los poemas de o , las páginas de o , y las guitarras de o , entre tantos, ensanchan el conocimiento y demuestran que el saber es mucho más que utilidad inmediata y que la persona es bastante más compleja que un par de algoritmos.

Una obra de arte necesita tiempo. Va a contracorriente de la alocada búsqueda de resultados inmediatos. Necesita libertad, constancia y honestidad. Y no valen los atajos. En el cine, por ejemplo, esos rasgos involucran una cadena de personas que hace posible la película que el espectador recibe cómodamente sentado en una butaca. Es un trabajo colectivo orientado por un propósito. Con una sinfonía, una coreografía, una danza sucede lo mismo. Son expresiones humanas que enlazan sensibilidades y destrezas para lograr una obra y, con ello, acercarse o alcanzar la belleza. Pero son personas dirigiéndose a personas, aunque la obra gana singular autonomía con su nacimiento. En una foto hay más que buen ojo y buena cámara, aunque sea la foto la que existe; en un verso hay más que sucesión de palabras, aunque sea el verso lo que existe. Lo que nunca falta es creatividad y trabajo.

Preocuparse por la educación artística es atender el desarrollo del país. En ello se revela el ideal de bienestar y felicidad que orienta el camino. Un sistema educativo que eduque para vivir en democracia debe acercar conceptos como belleza, armonía, contraste, ritmo y tantos otros, y debe hacerlo mediante el fomento de la creatividad y con la certeza de que esos conceptos ayudan a construir una sociedad mejor. Un país mejor debe ser bello y justo.

Puede parecer excesivo abogar por el arte y la cultura. Siempre hay otras urgencias y nunca falta alguien que alegue que esas preocupaciones están reservadas a ciertos sectores de la sociedad. También hay quienes, intolerantes a las preguntas que una obra plantea a la sociedad, imaginan estrategias para censurarlas y silenciar expresiones del ingenio o negar porciones de la realidad y de la historia que les incomoda recordar y conocer. Pero la comodidad no debe ser sinónimo de ceguera ni de olvido. El arte y la cultura expresan la ebullición que mueve percepciones y sentimientos en torno a la imaginación, la experiencia y los recuerdos.

Alcanzar ahora un proyecto común implica hacernos cargo de que solo contamos con pedazos de algo que no sabemos si alguna vez existió. El arte y la cultura podrán ayudarnos a conquistar el entendimiento mutuo que necesitamos como sociedad. Huir de la subjetividad es huir de las personas. El arte y la cultura son encuentros y sensibilidades. Son vínculos y expresiones para la democracia y la paz.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carlos Garatea Grau es exrector de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP)