La violencia que nos lleva a marchar, por Laura Balbuena
La violencia que nos lleva a marchar, por Laura Balbuena
Laura Balbuena

En estos días un gran movimiento denominado #NiUnaMenos se ha ido gestando en las redes sociales a raíz de los casos de Cindy Contreras y Lady Guillén. Muchas mujeres han publicado en Facebook sus desgarradores testimonios de abuso con dos componentes en común: primero, la mayoría de perpetradores han sido varones que ellas conocían y en quienes confiaban; y segundo, muchas de las víctimas han guardado silencio hasta ahora y, cuando dieron aviso a sus familiares sobre el abuso, recibieron rechazo en lugar del apoyo esperado. 

Ante estos testimonios, han salido dos tipos de opiniones que llaman la atención. Por un lado, voces que han culpado a las sobrevivientes de haber provocado la violencia. ¿Por qué alguien culparía a una niña de cuatro o seis años (la edad de la primera agresión en muchos testimonios) de una acción sexual tan violenta hacia ella? Y por otro lado, voces reclamando que se hable también de la violencia hacia los hombres pidiendo que el lema de la campaña se cambie de #NiUnaMenos a #NiUnoMenos, dejando de ver, como lo demuestran las estadísticas, que alrededor del 94% de las denuncias por violencia familiar son hechas por mujeres hacia varones. Al leer los testimonios y ver estas reacciones solo nos queda preguntarnos: ¿qué hay detrás de esta violencia que la justifica, avala y minimiza?

La violencia de género tiene origen en una cultura patriarcal y machista que ve a la mujer como un objeto para ser usado, como una propiedad del varón de turno (el padre, el hermano, el novio, el mejor amigo, el hijo) que decide por ella y que tiene control sobre su cuerpo y su vida. Esto lo vemos claramente en la publicidad, los programas de televisión, los famosos ‘realities’, las letras de reggaetón, los diarios chichas, las películas donde las mujeres y sus cuerpos son exhibidos como trofeos-objetos para ser consumidos, en los ‘ladies night’ que usan de ‘carnada’ a las chicas para atraer clientes y en la indiferencia de las autoridades ante las denuncias de violencia. 

Bajo la lógica machista, la mujer debe ser sumisa y satisfacer las necesidades del hombre. La hija debe servir al padre, la chica debe ‘cumplirle’ al enamorado (así tenga ganas o no), la esposa no debe cuestionar al marido, etc. Independientemente de su edad, la mujer-objeto-de-deseo siempre va a provocar con la ropa que vista, con su forma de caminar, con solo estar ahí. El hombre machista se sentirá con el derecho de usar ese cuerpo, aunque sea sin su consentimiento, porque se le ha inculcado desde niño una masculinidad tóxica basada en la represión de sus sentimientos, en el desprecio por lo femenino (¡no actúes como niña!), en el uso de la fuerza para conseguir lo que desea, en un liderazgo vertical y violento que se realiza hacia otros hombres en el espacio público y hacia las mujeres en el espacio privado. 

El hogar, entonces, se vuelve no en el lugar seguro que debería ser para mujeres, niñas y niños, sino en el lugar donde los abusos sexuales ocurren en gran cantidad. Esta masculinidad tóxica se ve amenazada por el cada vez mayor poder económico, social, político y sexual de la mujer. Ya no se le puede controlar, como la lógica machista exige y, por lo tanto, merece un castigo. Un castigo que se da de diversas formas: físicamente por los hombres, socialmente por otras mujeres y legalmente por el Estado.

El cambio exige, entonces, replantearnos la masculinidad y reconocer a la mujer no como hija, hermana, madre o esposa, sino como otro ser humano que merece trato igualitario y respeto sobre sus decisiones y su cuerpo por parte de la sociedad y del Estado. Implica reconocer que nuestras palabras y acciones, que nacen de la matriz machista en la que hemos crecido como sociedad, alimentan y sostienen esta violencia de género.

Cuando le decimos a un niño que los hombres no lloran a pesar de estar herido, cuando comentamos delante de nuestras hijas sobre los cuerpos de otras mujeres, cuando tildamos de maricón a un adolescente que no quiere pelearse con otro, cuando le decimos perra o prostituta a una mujer porque ejerce su sexualidad con libertad, cuando asumimos que la mujer debe estar en la cocina y el hombre en la calle, es ahí cuando conservamos una masculinidad y feminidad dañinas que no rompen el círculo de violencia. Pensemos en nuestras palabras, pues ellas moldean a nuestra niñez; cambiemos nuestras acciones, pues ellas pueden llevar a la violencia. Y veámonos este 13 de agosto, pues la indiferencia ante la violencia hacia la mujer debe parar. Que no sean necesarios más feminicidios (54 y 118 tentativas en lo que va del año) para que abramos los ojos.