¿Qué evidencian los fenómenos climáticos que vienen afectando cíclicamente las diversas ciudades del país? La incapacidad del Estado (Gobierno Nacional y gobiernos subnacionales) para poder planificar y gestionar la ocupación del territorio en coherencia con la naturaleza, e implementar acciones estratégicas que nos alejen de repetir situaciones de riesgo.
Esto, sumado a la dificultad que el Gobierno Nacional demuestra para promover una política de vivienda que reconozca la diversidad ambiental y cultural del país, y brindar una oferta formal y digna para los sectores más vulnerables. Todo lo referido ha generado que gran parte de los peruanos desconfíen de las instituciones, actúen a corto plazo y resuelvan con sus propias manos la necesidad de habitar, aunque ello implique ponerse en riesgo y no cumplir con la ley. En este contexto, la informalidad se convierte en un negocio muy lucrativo para mafiosos y políticos, y en consecuencia, en el mayor obstáculo para el desarrollo integral y sostenible del país.
La planificación urbana es competencia exclusiva de los gobiernos provinciales (Ley Orgánica de Municipalidades), que se apoyan en los distritales para otorgar las licencias de habilitación y construcción, y para fiscalizar el cumplimiento de las normas. En ese sentido, la ley de “Reasentamiento poblacional para zonas de muy alto riesgo no mitigable” (Ley N° 29869 y su modificatoria) indica expresamente que las zonas de riesgo recurrente por deslizamientos, huaicos y desbordes de ríos deben ser declaradas intangibles e inhabitables, no pudiendo otorgarse títulos, licencias o servicios. Las personas que ocupen estos espacios deberán ser reubicadas en zonas seguras y los predios serán recuperados por el Estado. Por otro lado, los grandes proyectos de infraestructura deben ser concebidos bajo la mirada integral de la planificación, evaluando los impactos que podrían generan en su entorno para mitigarlos con obras complementarias.
La Autoridad para la Reconstrucción con Cambios se creó para facilitar este proceso, monitoreando y financiando los proyectos, y ejecutando las obras de gran envergadura. Para ello debía contar con el apoyo de los gobiernos subnacionales. Pero, además de sus propias debilidades institucionales, se encontró con un territorio excesivamente dividido en municipalidades, cada una con su propia burocracia y generalmente con muy limitados recursos técnicos y económicos. El primer jefe de la entidad, Pablo de la Flor, lo dijo claramente en una entrevista a El Comercio (en el 2017): “Lo que no está funcionando, lamentablemente, son las capacidades institucionales que los entes gubernamentales tienen”, unos días después dejó el cargo.
Con respecto a la dificultad del Estado para promover una efectiva política de vivienda, es clave resaltar que el déficit habitacional del país bordea los 1,6 millones de hogares y la oferta formal de viviendas de interés social no supera las 43 mil unidades anuales. Según la Asociación de Desarrolladores del Perú (2020), dichas viviendas solo alcanzan a los segmentos A/B y C. Es evidente que la política nacional de vivienda está muy lejos de poder atender la demanda, sobre todo la de los segmentos más vulnerables, porque no se ha atacado el problema de fondo, que es la pobreza (Córdova, 1958). Tanto la Corporación Nacional de la Vivienda (1946), como los sucesivos organismos que la reemplazaron hasta la creación del Fondo Mivivienda (1998), se enfocaron en los segmentos formales, pues son quienes pueden ser sujetos de crédito, dejando fuera a millones de familias cuya economía es principalmente informal. Ante esa situación, la única alternativa ha sido siempre el mercado informal e ilegal de tierras, ya sea mediante invasiones o la compra de posesiones a mafias de traficantes de terrenos. El Estado, incapaz de generar una solución, solo ha atinado a permitir las invasiones, para luego formalizarlas mediante la emisión de títulos de propiedad, generando un mecanismo perverso que hoy parece imposible de detener. Muchas de estas familias han ocupado zonas de riesgo y deben ser reubicadas, la pregunta es ¿cómo y dónde? Eso no lo resuelve la ley y, como vemos, tampoco lo ha resuelto el Estado.
Comprendiendo la verdadera complejidad del problema, considero que es posible plantear una solución, para lo que es necesario que se trabaje de manera coordinada en tres frentes. Primero se debe fortalecer las capacidades políticas y técnicas de los gobiernos subnacionales para planificar y gestionar el desarrollo urbano, y fiscalizar la ocupación del suelo y las construcciones (urge potenciar a la Autoridad Nacional del Servicio Civil). En segundo lugar, se tiene que diseñar una política de vivienda que incluya financieramente a los sectores informales y que proponga una solución para los hogares más vulnerables. Finalmente, se debe promover una verdadera descentralización del país, fortaleciendo la autonomía de los gobiernos regionales para que puedan asumir sus responsabilidades en materia de planificación territorial, y gestionar las obras necesarias para garantizar la seguridad de sus ciudadanos. Los fondos para dichas obras deben estar atados al cumplimiento de la Ley de Reasentamiento. Asimismo, debemos trabajar seriamente en la reconfiguración del mapa político nacional, integrando distritos, provincias e incluso regiones, con el objetivo de reducir la burocracia, hacer más eficiente la administración del territorio, y mejorar la ejecución presupuestal. Un primer paso debiera ser el impulso de la asociación municipal en mancomunidades que viene promoviendo el Viceministerio de Gobernanza Territorial.
Debe quedarnos claro que no habrá “reconstrucción con cambios”, ni cualquier otro eslogan que creativamente ideemos, si no actuamos sobre los problemas de fondo que nos exponen despiadadamente a los fenómenos cíclicos de la naturaleza.