Según sugiere un artículo publicado hace un par de semanas en “The New York Times”, los caballitos de totora de la costa norte del Perú podrían estar surcando sus penúltimas olas. Tras sesenta años de erosión de las costas trujillanas, la salud de los humedales ribereños de los que se obtiene la totora está en grave peligro. Pero la amenaza más seria a la supervivencia de esta milenaria forma de pescar no sería ecológica. Sucede que cada vez son menos los hijos y los nietos de los pescadores locales que imaginan su futuro sobre estas hermosas canoas respingadas. Como una lengua que se va quedando sin quienes la mantengan viva, los caballitos de totora podrían desaparecer del paisaje por falta de voluntarios para seguir pescando sobre sus lomos.
Quizá sea la ley de la historia. Cuántas ocupaciones y técnicas humanas han dejado de existir tras ser superadas por otras o perder su sentido. Pero, con el debido respeto, una cosa es quedarse sin ascensoristas, que seguramente los hubo entrañables, y otra muy distinta es presenciar el ocaso de una práctica que lleva viva no menos de tres mil quinientos años. Hablamos de algo mucho más antiguo que la cultura Moche, anterior a la cultura Chavín, algo que se pierde en los más lejanos orígenes de nuestro “nosotros”.
¿Qué hacer para conservar una tradición de tal calibre? ¿Hay algo que de verdad pueda hacerse? ¿Puede subsistir alguna actividad humana, por más ancestral que sea, si se desvanecen las motivaciones económicas, sociales o rituales que le daban sustento? Una opción es aceptar los designios de la “mano invisible” del mercado, de la que somos todos un poco marionetas y un poco titiriteros. Dejar nomás que el río transcurra. Adaptarse a lo nuevo y desprenderse de lo viejo con mayor o menor euforia o nostalgia.
Otra opción es intervenir, organizar un rescate. Destinar fondos públicos para garantizar el sustento de los depositarios de esta tradición y su continuo relevo. Esto puede ser delicado, sin embargo. Quizá hasta engañoso. En unos años podríamos encontrarnos, no con una espontánea comunidad de pescadores, sino con una especie de ballet folclórico-burocrático que entra a las aguas a representar un espectáculo de pesca de subsidios.
Pero quizá haya también otros caminos. Unos que no desconozcan las dinámicas del mercado sino que, al contrario, sepan aprovecharlas en combinación con iniciativas de defensa de una identidad que nos conforma y nos trasciende. Y así como hay un mercado para productos orgánicos quizá pueda haberlo también para pescados de un origen no solo artesanal, sino que además nos mantiene en contacto con una de nuestras más profundas raíces.
O quizá no. Y solo subsistan estas históricas embarcaciones como un elemento turístico o de curiosidad deportiva. En cualquier caso, ojalá que al entrar y salir del mar para disfrutar de sus olas, los visitantes de Huanchaco sigan cruzándose por mucho tiempo con personas a bordo de estos ancestrales primos de sus tablas de surf.